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Un día más, de aquellos inolvidables años vividos a plenitud junto a
los toros bravos -procurando disponer del mayor número de horas
posibles, asomado a las ventanas abiertas al mundo natural, que
había en aquellas altas torres levantadas con gruesos tubos
desechados, una de las cuales tenía 24 metros de altura-, recibí
como recompensa a tanta dedicación –muchos fines de semana los
pasaba allá arriba observando la conducta gregaria de vacas y toros-
sucesivas y nuevas experiencias, alguna de dimensiones
inimaginables, como el lector tendrá ocasión de leer en las entregas
venideras. De muchas de ellas dejaré en estas gacetilla constancia
impresa para conocimiento de los aficionados a los toros y como
modestas aportaciones a la Etología del toro bravo.
Desde
hace muchos años, tantos como 67; es decir, desde 1940 en que por
primera vez me incorporé al fascinante mundo del toro bravo, en el
cortijo de “La Esparraguera” (*), y en la dehesa de La Algaida,
ambos a pie de la villa de Puerto Real (Cádiz), pude siendo aún un
niño observar una conducta desigual en las “relaciones amorosas” de
los toros bravos y de los mansos, a la hora de cubrir las vacas.
Algunos se comportaron con actitudes verdaderamente extrañas. Es de
suponer que a todos los niños les debe causar una gran curiosidad
observar ese tipo de copulación.
Si la
vaca acepta pronto al semental, poco importa que alguna persona se
encuentre cerca de ellos; pero si se opone, el toro bravo se da
perfectamente cuenta de que está en celo y que más pronto que tarde
se dejará cubrir, por lo que es siempre menos obstinado que el
semental manso, manifestándose más comprensible y dispuesto a
esperar el momento. Pero no desperdicia el tiempo y se dedica a
ofrecer caricias con su rasposa lengua a la vaca. El manso, por el
contrario, si la vaca le obliga a retrasar el desahogo de sus
instintos primarios, se encoleriza y descarga su coraje con
cualquiera persona u otro animal que esté cerca, como si fueran los
culpables de su poco éxito amoroso. Se cree con no se sabe qué
derechos adquiridos para que la vaca tenga que aceptar sin preámbulo
alguno la copulación.
La
realidad de tales diferencias está en que los sementales bravos son
más elegantes y caballerosos con las vacas que tiene a su cargo
cubrir en el potrero que tiene asignado cada uno. Disfrutan de la
comprensión y la experiencia que les enseñó la naturaleza. Saben
perfectamente que cada uno de ellos es el señor del potrero y de que
no tendrá que compartir el suculento plato sexual con otro. Así que
está tranquilo y observando a la vaca, que con su mirada y sus
movimientos le dará el sí. ¿Quién puede pensar en las cosas tan
inverosímiles que ocurren en situaciones como éstas? Solamente, no
mirándolas, viéndolas. En el medio natural los animales plenamente
libres cumplen unas serie de normas, que garantizan su convivencia,
y disponen de un lenguaje entre ellos, para comunicarse con miradas
y movimientos, que sólo pueden percibirlos y oírlo quienes hayan
convivido y observado por muchos años a los animales silvestres.
En el
mismo momento en que la mano del hombre interviene –esa que está
cambiando el clima y es capaz de destruirlo todo, provocando
incendios intencionadamente y cubrir su cuerpo con cargas
explosivas-, se trastoca todo. En el medio natural, los animales
pierden el sentido de las normas que regulan su convivencia; los
grupos de procedencias afines se desintegran, y como se ven
obligados a utilizar un lenguaje menos sintonizado que de costumbre,
interpretan mal lo que oyen y todo el conjunto de vacas de un
potrero se desintegra, y tienen que pasar varios días para que
alejado el hombre que las hostiga se restablezca el equilibrio en la
comunidad. Puede uno imaginarse el desorden anímico que se producirá
en un grupo de toros cuando sean perseguidos y acorralados por uno
de esas motos de cuatro ruedas. El beneplácito de los ignorantes
acorraladotes contrasta con el stress que hacen padecer a sus
animales. ¿Cuándo se les ofrecerá a los toros bravos un manejo más
humanizado?
(*) Entonces
propiedad de mi abuelo paterno, D. Ramón Zaldívar del Cid. |