LA GACETILLA TAURINA 

 Nº  16 -  27 de Mayo  2005    (Textos originales del Dr. en veterinaria D. Juan José Zaldivar)

 LA PSICOLOGÍA DEL TORO DE LIDIA -II-

      
     
En la ya larga historia del hombre han corridos siglos en los que muchos sabios, tal es el caso de Aristóteles –en su Historia de los Animales-, aceptaron que compartían muchas reacciones intelectivas con una  gran  cantidad de animales, figurando a la cabeza de ellos todas las especies de antropoides, perros y caballos sobre la superficie terrestre y los    delfines y ballenas en el medio marino, que vienen asombrando cada día más a los hombres en la medida que conocen sus facultades intelectivas. Sin embargo, han sido muchos más las centurias que los hombres silenciaron esa realidad tan palpable, como si quisieran desconocer, sumergidos en su endiosamiento, que sólo ellos eran los seres inteligentes. El mantenimiento de esa idea tan errónea les ha impedido, con su realmente muy limitada inteligencia, comprender que, en la maravillosa obra Creadora, Dios repartió dones con admirable precisión a todas sus criaturas. La gran desgracia de los seres humanos, que daña poderosamente más que el pecado Original, es sentir su orgullo humillado ante esa realidad, privándole de la grandeza mental que supone vivir compartiendo el mundo con todos sus seres vivos.

             En el sentido señalado, es tal la riqueza que emana del conocimiento del toro y de la fiesta de la que es el principal protagonista, que resulta del mayor interés abrir un paréntesis para dejar muy claro que tuvo que ser un poeta  -no un científico-, nuestro insigne García Lorca, el que midiera en toda su vasta dimensión la grandeza cultural de nuestra Fiesta Nacional, para él, la más culta del mundo. Sin embargo, para un científico o un sabio, como el doctor Gregorio Marañón, el gran protagonista: el toro bravo, es un ser siempre hermoso, pero demasiado estúpido… Una vez  más se cumple el hecho que muchas veces hemos comprobado: Que el hombre más tonto puede decir un día algo tan acertado que jamás se le hubiese ocurrido al más sabio, y uno de estos, expresar o realizar tan anacrónica bobería, que jamás se le hubiese pasado por la imaginación al más tonto de los mortales.

             Siguiendo con el tema central, ya en la Tauromaquia de Francisco Montes (Paquiro) –capítulo IV, de la primera parte-, se estudian los tres estados que presentan los toros en la plaza, que desde entonces fueron aceptados por todos los tratadistas. Tales estados son: el    de los levantados, parados  y aplomados. Se asegura que la  relación de estos estados con las suertes que en cada uno se practica puede establecerla sin esfuerzo cualquier aficionado. Dichos estados o comportamientos no se presentan muchas veces en estado puro  -como dice Ignacio «Macario»-, es decir,  que aparecen conductas mezclada muy difíciles de interpretar. Sin embargo, nuestra larga experiencia nos dice que si los toros -también muchas vacas- son verdaderamente bravos, presenta un estado de equilibrio admirable en sus reacciones y, por muchas veces que se les toree, difícilmente desarrollaran sentido. Tenemos el ejemplo de dos vacas que fueron toreadas dos veces  al   año, durante un lustro, y no desarrollaron sentido, comportándose de la misma forma. Otras, en cambio, lo desarrollaron después de los primeros dos capotazos.

             Lógicamente, en aquellos años del siglo XVIII (1773-1801),  en los que toreó José Delgado (Pepe-Hillo), aunque tradicionalmente ya constituían una especie de toros aparte: los llamados de sentido, él célebre diestro sevillano los definía así: Toros de sentido son aquellos que, atendiendo a todos cuantos objetos se les presentan, no se definen fijamente por   ninguno. Bajo la misma denominación se comprenden los que sin hacer caso del engaño, o haciendo muy poco, buscan constantemente el cuerpo del torero. Cuando el toro está atendiendo a todos cuantos objetos se les presentan no hace otra cosa que aprender y cuando lo han logrado, la primera reacción es saber donde está el torero y más si no son verdaderamente bravos. Dentro de estos hay una curiosa modalidad de conducta: la de los toros que, además de observarlo todo a sus alrededor, parados a poco de salir del chiquero, mueven su cabeza erguida en distintas direcciones, desparramando la vista, como si avisaran que ya saben lo que tienen que hacer.

           Son los llamados toros inciertos, pero de esto nada de nada, lo que hacen es dar palpables muestras de sagacidad y malicia, anunciando su peligrosidad inminente. Todos los tratadistas y toreros aseguran que un toro totalmente virgen de lidia no es de sentido nunca. Pero tenemos experiencias de que no es así. Hay toros que sin haber sido toreados tienen ya predisposición natural para llevar una serie de lecciones aprendidas; es decir, son sagaces y maliciosos antes de ser lidiados. Cuando esto ocurre, de forma inmediata aprenden en muy poco tiempo en la plaza a cortar los terrenos a los diestros, a ceñirse y revolverse, aptitudes propias de los que son conocidos como toros celosos,  cuando no gazapones. La sagacidad y malicia de algunos astados llega a extremos inverosímiles: saben perfectamente cuando el diestro está momentáneamente distraído, cuando tiene el engaño plegado o cuando por alguna circunstancia el torero ha recibido un golpe y hace movimientos que le delatan como estar ligeramente aturdido, para lanzarse sobre él.

             Independientemente de esos estados señalados se presentan reacciones para todos     los gustos, de ahí que lo tentador y atractivo de otorgar una única puntuación en el medición científica de la bravura, como dice el joven científico Rodrigo García González Gordón, puede ser muy engañoso.  Tal es el  caso más frecuente, el de los toros que se manifiestan como normales y de súbito salen abantos, que según los tratadistas se corresponden con los medrosos que,  antes de enterado o fijado, o sea, en el estado de levantado, se salen de las suertes rehuyendo la  pelea. Se trata de animales con marcada mansedumbre, pero siempre que sean lidiados por un diestro entendido, es posible que le haga abandonar ese carácter y terminen bravucones, siendo magníficos o peleando como si fuesen bravos en el último tercio. Otros, en cambio, seguirán rehuyendo la pelea convirtiéndose en huidos y solemnemente mansos.

             Un ejemplo de un toro claramente manso que después fue excelente en el último tercio lo tenemos en corrida celebrada en la antigua plaza de toros San Pedro  (Zacatecas, México), el (16-09-1971), en un  mano a mano Eloy Cavazos y Raúl García, con toros de Matancillas. «Para completar la corrida los empresarios, tuvieron que aceptar un toro, al que por ciertas circunstancias le bautizamos con el nombre de Pajarito,  pero era un toro abueyado,  grande, viejo, ya con seis años más que cumplidos, con unas patotas tipo elefante, hocico de tamaño desproporcionado, negro. Pero, por si fuera poco, no tenía aspecto de bravo. Todos pensamos que seria manso de solemnidad.

             La preocupación por lo que haría el toro en la plaza crecía en la medida que llegaba la hora de lidiarlo. Llegó la hora de desembarcarlo en los chiqueros y aunque le dieron chicharra, patadas y latigazos, no quería salir del escondite de madera. Al día siguiente se hizo el sorteo y el bicho le tocó en suerte a Eloy. Ya desde que lo había visto en los corrales el apoderado del matador, don Rafael Báez, se había quedado de una pieza y estaba convencido de que no embestiría. Fue cuando nuestro amigo Mario Rentería nos hizo un magnífico quite, diciéndoles al apoderado de Cavazos y al propio matador que el toro era bravo, recordándole que era primo de un toro que salió muy bueno, al que Eloy le cortó las dos orejas. A medias se convencieron y aceptaron. Salió aquel aprendiz de toro bravo. Una vez en el ruedo, como hacen los mansos (véase un ejemplo de escándalos provocados por  los mansos, a pie de la página  siguiente), ni caso le hacía a Eloy, que le buscó y buscó, mientras Pajarito, como subido en una rama, miraba hacia todas partes del tendido. No sabemos cómo, Cavazos logró al fin que se arrancara y le hizo un faenón con la muleta,  matándole  admirablemente, logrando una impresionante ovación, las orejas y el rabo del manso, que como tonto se metió en la muleta hasta la muerte.

           

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casemo - 2004