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LA GACETILLA TAURINA |
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Nº 7 - 25 de Marzo 2005 (Textos originales del Dr. en veterinaria D. Juan José Zaldivar) |
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EL TORO EN LA BAJA ANDALUCÍA |
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Y ya podemos decir que hace unos 100-50 mil años, las aguas del mar, que llegaron siguiendo el curso del Guadalquivir hasta Córdoba, los toros comenzaron a ocupar ya las tierras de la Baja Andalucía, conviviendo con los venados, jabalíes y linces, dentro de una perfecta armonía, tal y como viven hoy, sólo expuestos a los temibles lobos que ocuparon en el pasado todo el Sur de España y que eran especialmente grandes y agresivos en las tierras altas, valles y bordes de las Marismas del Guadalquivir. Ya están los toros, que más bien parecían bisontes, cerca de nosotros y de aquellos primeros cazadores, conviviendo con ellos y sintiendo la necesidad de adorarlos, para lo cual, como hacemos con nuestras imágenes, los pintaron en aquella cuevas bajo tierra, que fueron los primeros centros de adoración de los hombres europeos, pues también hay cuevas en el Sur de Francia.
Decimos esto porque cuando en las márgenes del río Guadalquivir, es decir, en las grandes extensiones llanas que tiene a cada lado, se excavaron anchas y profundas acequias, como las que se realizaron en el vedado de Caza de Hato-Ratón, entonces propiedad del inolvidable amigo don Carlos Melgarejo Osborne, para el riego de miles de hectáreas de arrozales, fue muy raro que aparecieran restos óseos y si los hubo -porque seguimos muy de cerca el trabajo de las máquinas hundiendo sus cucharas en el fango- cuando aparecieron, no tenían más que unos cientos de años. Resulta por otro lado lógico que en esas áreas el fango puede alcanzar centenares de metros de profundidad y los animales grandes rehuirían acercarse, manteniéndose en el hogar seguro que les proporcionaba los bosques y grandes matorrales circundantes. Los diversos grupos o variedades de toros que se desarrollaron en España a lo largo de los últimos miles de años, dieron lugar a lo que hace no mucho tiempo los estudiosos del tema les llaman castas, de las que nos iremos ocupando paso a paso. Pero le daremos a los aficionados que nos escuchan y leen en la red electrónica, que la esencia primitiva del toro bravo está virgen, sin seleccionar, por ejemplo, en dicha Marisma del Guadalquivir. Ustedes pueden verlos pastando en grupo, como si fuesen mansos, pues hasta puedes pasar cerca de ellos y no se van, pero en el mismo momento, como hemos hecho más de una vez, quedan encerradas unas vacas en un cercado para que, tan pronto se sienten acorraladas, se arrancan como rayos contra la cerca, cornean y se marcha del punto donde vinieron, para si se les hostiga o no, volver a ser lo mismo: se lanzan contra uno, tiran cornadas y se van hacia el mismo sitio. Se trata de la agresividad de los toros primitivos, a los que nadie hoy podría torear y menos cortarles las orejas. Es la reflexión, nuestra idea, de que recuerden lo último citado, que nos ha de valer mucho cuando en su día hablemos de cómo se seleccionaron para ser de aquellos animales los toros bravos y nobles de hoy. Una proeza de la inteligencia humana, de los ganaderos españoles. Podemos asegurar, pues, que, al estar convencidos de que los toros no son tan exactamente iguales, se pueden establecer varias clases, de ahí que sea lógico asignarles a cada una un determinado carácter distintivo. Así, los toros, por su comportamiento –sin que tengamos temor en decir, también por sus características psicológicas-, no tan sólo no son iguales, sino que son, acaso, todos distintos; y aun dentro de una misma concepción de sus formas de acometer y de pelearse entre ellos, aparecen muy distintos matices. Pero conviene no esperar más para aclarar que todas esas clases de toros son hoy mucho más acusadas en las reses actuales que en las primitivas, pues presentan caracteres comunes, pues cada ganadero, mediante años de selección, logró imprimir a sus toros su propio carácter, constituyéndose así un espectáculo constantemente renovado, que nada tiene que ver con el hecho, entre otros, de que estén perdiendo vitalidad de forma alarmante. Así que, toro majestuoso, al fin, llegastes hasta Andalucía, a compartir tu vida, hermoso animal, con los más ancestrales hijos de la mítica Hispania, que te recibió vestida con la forma de la piel arrogante que te cubre. Ambos, como en una novela, se enamoraron y en una boda principesca, se unieron para siempre hace ahora varios miles de años. Y lo primero que hicieron los hijos de ese enlace mágico fue pintar los toros, a todo color, en las paredes de sus capillas del cuaternario para adorarlos y desde entonces, el carácter de los españoles lleva escrito indeleblemente en su alma y en el corazón su fogosidad, altanería y señorío, virtudes que son coronadas por el entusiasmo alegre y viril del gusto por enfrentarse a las fieras, a la muerte. De tal suerte que ningún otro pueblo del mundo ha sido capaz de lograr hacer de una Fiesta tan pagana como peligrosa, la manifestación cultural más hermosa, rica en colorido y pletórica de sentimientos religiosos de todo el planeta. Y, paso a paso, llegamos ya a sólo hace unos ocho mil años, y de aquel toro silvestre, sañudo y tremendamente agresivo, que vivió en la Prehistoria, pero que está vigente en las paredes de las cuevas, que era a la vez adorado y cazado como los venados, como fuente de alimentos, dio paso a otro período más próximo en que los hombres comenzaron a alternar la caza con la ganadería y la agricultura, hasta hacerse seden-tarios, es decir, cuando comenzamos a dejar de ser nómadas y a establecernos en pequeñas comunidades, dependiendo de la cría del ganado y de la agricultura para vivir.
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casemo - 2004