LA GACETILLA TAURINA 

 Nº  79 -   21 de Mayo 2007   (Textos originales del Dr. en veterinaria D. Juan J. Zaldivar)

El torero con más oficio de la Tauromaquia


              Se trata de un personaje realmente de leyenda que, curiosamente, fue muy querido, admirado y aplaudido por todos los aficionados de nuestra provincia, especialmente los de El Puerto de Santa María: Manuel Domínguez de Campos (Desperdicios)… fue al que el toro Barrabás, al darle un puntazo en la parte superior del ojo derecho, el golpe presionó de tal manera, que literalmente se lo desprendió. Embarcó en Cádiz hacia Montevideo –tal y como Bernardo Gabiño-, pero en 1835, y regresó al mismo puerto el (30-05-1852). El período de su vida en Sudamérica  fue el más dramático y colmado de aventuras de toda su la existencia de Domínguez, que nos resume Velázquez y Sánchez, que por su amistad con el diestro, es informador más que autorizado:

            «Avezado a fiar en su propias fuerzas, y haciendo frente a todo género de obstáculos, Manuel aprendió a montar, echar el lazo y acosar reses como los guajiros, y forzado por la necesidad en pueblo semisalvaje, sostuvo peleas con los perdonavidas de aquellas tierras, hasta merecer la denominación de señor Manuel el Bravo, que si constituía para unos título  de respeto, era para otros un motivo de jactanciosa provocación... Sirvió de mayoral de negrada en vastos ingenios, teniendo que regir cuadrillas de siervos africanos, no tan sumisos que dejen de conspirar contra el hombre que los manda y que los castiga; entraba de capataz en los saladeros de la Francesa, Seis valientes y Cambaceri, habiendo de regir con su imperiosa voluntad a centenares de insurgentes y desalmados subalternos, que no reconocían más fueron que el de la fuerza moral y física. Aceptaba el mando de una partida rural contra los indios, persiguiéndolos hasta en sus guaridas de Chapaleofú y en las asperezas de Sierra Ventana, y ya con algunos fondos y harto de correrías y temeridades que parecían retos a la muerte, se estableció en Bueno Aires, interesándose en el acarreo del muelle con sus carros, y en tráfico y especulaciones, que habrían producido un caudal en otro país menos afligido por la guerras intestinas y cuantas plagas esterilizan el trabajo en las sociedades condenadas al castigo de un anárquico desorden.»

Manuel Domínguez "Despedicios" , óleo de autor desconocido que obra en el museo de Las Ventas.            Entre los años de 1832 a 35 fue sombrerero y banderillero y tras dieciséis años en Sudamérica (en 1852, caído el dictador argentino Rosas, decidió volver a su patria), en los cuales, como resume Sánchez de Neira: “… fue militar… en la República de Montevideo; torero, en Río de Janeiro; guajiro, en Buenos Aires; bravo con los bravos matones de aquella tierra; mayoral de negrada; cabecilla de gente de campo contra indios feroces, e industrial traficante”, ofreciéndonos, semejante enumeración de sus oficios una idea muy clara de su temple, en tan  alto grado como las hazañas taurinas que ocupan la tercera parte de su vida-,  embarcó en la fragata Amalia, llegando al puerto de Cádiz la fecha citada, a los cuarenta y dos días de su salida de Montevideo. Al llegar se fue de inmediato a Sevilla, en la que se encontró como forastero en su propia patria. Ya no se le recordaba y tenía que invocar memorias de personas y sucesos para que los que fueron sus amigos le reconocieran. Poca cosa le debieron ser tales inconvenientes para él que había vencido muchas veces la misma muerte.

Volvía a su patria con el firme propósito de volver a su vieja profesión taurina, y cediendo a recuerdos de camaradería infantil, fue a visitar a Francisco Arjona Herrera (Cúchares), en el apogeo de su fama, a su huerta de Villalón. Éste le recibió con frialdad, y en un arranque de sinceridad ante sus proyectos, llegó a aconsejarle que toreara por los pueblos, lo que hirió sobremanera el amor propio de Domínguez, que se propuso escalar el puesto que creía corresponderle en el escalafón taurino sin deber ayuda alguna a los anteriormente encumbrados.

Asociado al espada Antonio Conde, toreó el mismo otoño de 1852 en la Plaza de Toros de la  Real Maestranza de Caballería de Sevilla. Había evolucionado el toreo durante los dieciséis años de su ausencia, merced especialmente a las innovaciones y maneras de Montes y Cúchares. El toreo parado y seco de Domínguez, y especialmente su valor para recibir los toros, impresionaron al público, no acostumbrado a tan austero estilo, y pronto tuvo partidarios y se discutió con calor su manera de torear, parangonándola con las alegrías, recortes y zarandajas de la escuela de Cúchares. Fueron aquellos años, hasta 1857, en que sufrió la gravísima cornada en El Puerto de Santa María, los más brillantes de su actuación taurina.

            La singularidad de su vida, divulgada entre los públicos y adornadas con mil anécdotas de bravuras y de riesgos, era un aliciente más para su popularidad. De las innovaciones introducidas en el toreo se propuso imitar tan sólo las que mejor iban con su recio temperamento y su concepción del toreo, y entre todas las maneras de traerse a la muerte los toros José Redondo (el Chiclanero), inigualado en tal trance. El público de Madrid tuvo ocasión de verle torear por primera vez en Aranjuez, el (02-10-1853). Estuvo no más que mediano. El Enano enjuició así su labor: «Desperdicio es un mozo muy simpático por su figura; como torero, sin embargo, le falta sal. Facultades... le sobran; arte para torear, ciencia para salir airoso y con lucimiento de las suertes, no las tiene. A calma y serenidad delante del toro no conocemos nadie que le gane; a poder, tampoco... En nuestro concepto, no conoce  bien las reglas del toreo.» Sin embargo, el toreo le deberá siempre algunas suertes, como el farol, que él restauró, y el torear de rodillas; pero ello no nos pondría en la pista de lo más esencial de su arte, pues todo lo fue menos un torero adornado e innovador. Es fama que en sus andanzas americanas lo mismo enlazaba las reses con la reata, que daba muerte en la estancias con el estoque. Notaron todos los cronistas su gran arte en el  toreo a la verónica y a él tal vez se deba el estilo de torear citando al toro, no de frente, sino de perfil. Sin duda esta innovación, no penetrada por sus críticos, daban, junto con su airosa y gallarda figura, una visualidad  desacostumbrada a los lances. Por todo ello, su paso por la Tauromaquia tiene verdadera importancia; pero el secreto auténtico de sus triunfos, su personalidad de hombre, le coloca en un rango aparte de la técnica y del arte, que sólo se ha de ver reproducido en un matador de su temple y de no inferior valor: Ignacio Sánchez Mejías, según D. José María de Cossío.

                                            

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