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LA GACETILLA TAURINA |
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Nº 8 - 1 de Abril 2005 (Textos originales del Dr. en veterinaria D. Juan José Zaldivar) |
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SANTOS, TOROS Y MILAGROS |
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Pero el tema de este año lo vamos dedicar a la estrecha relación que ha existido, desde los más lejanos tiempos, entre la forma espiritual de ser y de pensar de los hispanos, nuestro ancestral carácter, capaces de imaginar que podemos hacer realidad lo imposible, vaticinar lo absurdo, tener sueños de grandezas y de que cada noche puede salir premiado el número de la lotería que compramos. Sin embargo, el poder imaginativo de la mente adquiere su mayor dimensión cuando establecemos los más estrechos lazos entre lo profundamente humano y lo religioso, caldo de cultivo ideal para fabricar las más curiosa supersticiones. De ahí la facilidad con la que pasamos del fervor religioso de la Semana Santa a las plazas de toros para festejar el Domingo de Resurrección. En esto se pierden los límites de la comprensión. Pero así somos los humanos, que en materia taurina, aficionados y los que no son, llegamos a ver, hablar y creer, como un hecho normal, que existen lazos entre santos, toros y milagros. Hasta dónde llegó un día esa creencia, que en el fronticio superior de la sala capitular de la Catedral de Pamplona(1) aparece ménsula de piedra en la está esculpido el milagro de San Ataúlfo, en el que se observa al santo, convertido en el Juan Belmonte de la época los visigodos, agarrando por los cuernos a un torito de casta navarra, con su característico abundante flequillo, y mirando al cielo en gesto de agradecimiento al milagro recibido. Y es que los milagros taurinos, en los que los toros tienen una participación directa, hay que admitir que constituyen un rico tema de la hagiografía popular notablemente frecuente. Unas veces, las más, es el toro el que respeta la santidad; otras, su fiereza o acometida natural sirve de instrumento más que providencial; y, por qué no decirlo, hasta se ha utilizado en extraños ritos religiosos, como los judíos adoraron al Becerro de Oro, convirtiendo a tan maravilloso animal en signo de la riqueza terrenal, de abundancia. (1) En esa ciudad, en agosto de 1385, tuvo lugar la primera corrida de toros sueltos, la primera pamplonada, ordenada celebrar por el rey don Carlos III el Noble, de Navarra (José Yanguas y Mirada, Diccionario de antigüedades… de Navarra. Pamplona, 1840). Fray García Eugui, historiador y prelado español de fines del siglo XIV, debió incluir esta efeméride en su Crónica de los fechos subcedidos en España desde sus primeros señores hasta el rey Alfonso XI, la cual se inicia, como casi todas las de su época, después del Diluvio Universal, y termina el año 1389. Y San Ataúlfo hizo lo que tenía que hacer: coger el toro por los cuernos, como debe hacer cualquier cristiano o musulmán todos los días para vencer los problemas que se les presenten. Si los toros no tuviesen cuernos, nadie sabe lo que hubiese podido hacer el Santo, porque a los toros se les puede dar delante de sus narices el salto de la rana, pero no es ético abrazarlos, porque esto se deja para los pobres perros; ni existirían las corridas, ni la Literatura, y menos el pueblo mondo y lirondo, contaría con la expresión o el término más usado desde hace muchos siglos. Y si los hombres hemos llevado los cuernos hasta la Luna ¿hasta dónde no seríamos capaces de colocarlos? Los toros y los nórdicos lo tienen muy claro: los cuernos deben colocarse en la cabeza. Los hispanos preferimos tenerlos en nuestro vocabulario. Y así, oímos decir, vete al cuerno, y colocárselos, ya en plural, a cualquier vecino. San Ataúlfo sabía que sujetando los cuernos el milagro quedaba consumado. Y mientras el toro, tan ajeno como protagonista a todo, ha evocado a la vez las más extrañas supersticiones populares, considerada a veces su intervención como un hecho sobrenatural y extraordinario, hasta límites insospechados. No hay ninguna profesión donde exista una religiosidad tan singular como profunda. No he conocido ningún torero ateo y eso dice muy bien de esos hombres, nacidos en el corazón del pueblo, que tienen un espíritu gigante. La magia de la lidia de los toros, que sube a su más alta cumbre espiritual cuando el torero está orando en la capilla de la plaza, solicitando con humildes y sentidas advocaciones la protección de toda la Corte Celestial, y la de sus santos y vírgenes preferidos, adquiere una dimensión extraña cuando la mente del torero y los miembros de su cuadrilla, relacionan cualquier cosa anormal que suceda en horas anteriores a la corrida, pero que es totalmente circunstancial, con su éxito, fracaso e incluso como un presagio de muerte próxima. Tal fue el caso de la presentida y trágica muerte de Manuel García (El Espartero) entre las astas del toro de don Eduardo II Miura, Perdigón, acaecida en la plaza de toros de Madrid, el día (27-05-1894), dio a la Leyenda Trágica de los toros de esta divisa un auge tremendo. El Espartero también tenía su leyenda tejida por los hombres del pueblo y del campo. Maoliyo, como llamaba casi todo el mundo al popular espada, era, en sus días, casi un símbolo. Coplas y romances le habían dado una fama sentimental que se aceptaba sin reservas por gente de la más diversa condición. Fue El Espartero el mito que se opuso, con evidente error, frente a la inmensidad de Guerrita; con el que, por esta misma razón, toreaba con bastante frecuencia. Se fue con su gente a Madrid desde Sevilla. Le acompañaba un íntimo amigo, don Félix Urcola, que iba con él a casi todos los sitios donde actuaba. En el transcurso de la cena, antes de salir, se presentó en el restaurante Guerrita, quien con una intuición inconsciente –la capacidad de los toreros para intuir las cosas antes de que ocurran es un don que Dios a los valientes que se juegan la vida- de lo que podía pasar en Madrid, quería disuadir al compañero de que torease la corrida del día siguiente. Es fama que por aquellos días Manuel García no andaba muy feliz. ante los toros y quizá el Guerra hubiese visto en la corrida de por la tarde más acusada esta anomalía. Se unió a la intención de el Guerra el señor Urcola, y la insistencia del primero fue de tal naturaleza, que llegó a decir textualmente:
-No torees
esa corrida. Te puede matar un toro. El Guerra apeló entonces a otros recursos. Él conocía la afición desmedida de El Espartero por las peleas de gallos y le propuso que organizaría algunas muy interesantes al día siguiente. Esto hizo flaquear la recia voluntad de Manuel García. -Está bien. No iré. Me quedaré en Córdoba y pelearemos los gallos. Pero el destino tenía ya escrita otra página sobre lo que tenía que inevitablemente que suceder. Es la página que tenemos cada uno de nosotros que cerrar. También la tuvo escrita Nuestro Salvador y se cumplió un año más en nuestra Semana Santa, pero en la de Jesús había una nota a pie de página, una de las más cortas que se han escrito, pero los hombres no volverán a oír otra con más significación, júbilo y grandeza: Al tercer día Resucitará. Y nos pasa que, por estar a pie del escrito, como las letras pequeñas de los contratos, no la leemos ni tomamos muy en cuenta. Así nos va… Bueno, pues el tren pitó para reanudar la marcha hacia la Capital. El Guerra subió también detrás de ellos, para insistir. El presentimiento trágico se había convertido en la mente del Califa II en una verdadera obsesión… pocos toreros han tenido una visión tan clara de la fiesta, de los toros y de la capacidad torera y el valor y el arte de los compañeros de su época, como Guerrita. Pero no pudo conseguir nada.
Por la mañana, en Madrid, El Espartero se fue a la fonda donde iba siempre que toreaba en la capital de España, situada en la antigua calle de la Gorguera. Toda la mañana continuó sin dar muestras de acordarse de la insistencia de Guerrita la noche anterior para que no toreara la corrida. Recibió visitas, con las que departió cordialmente... Sólo cuando se disponía a vestir el traje de luces y hecha con gran respeto la señal de la cruz, dijo a su mozo de espadas: -“Dios quiera que se me dé bien esta tarde.” Se lo pidió a ese Dios generoso que vive dentro del alma de todos los toreros. Una hora antes de la corrida El Espartero subió con su cuadrilla a un carruaje de caballos y se encaminó a la plaza. En una de las calles del trayecto se les interpuso un coche fúnebre. El banderillero Antolín comentó impulsivo: -¡Mala pata...!
Otro banderillero, Valencia, cortó en seguida la escena con estas
palabras: El Espartero, aparentemente limpio de supersticiones, no dio importancia alguna al incidente. No obstante, su característico buen humor se nubló por completo, y ya fue muy serio todo el resto del camino. Empezó la corrida puntualmente. Manuel García había permanecido en silencio durante el cambio de la seda por el percal. Salió el toro primero, uno de Miura, grande, con poderosas defensas, de pelo colorado, ojo de perdiz. Un toro que estaba llamado a hacerse célebre, un cuarto de hora después. El Espartero lo lidió serenamente, y en el tercio de varas, que Perdigón hizo con mucho brío, conquistó el espada atronadoras ovaciones en varias intervenciones muy afortunadas. El toro llegó a la muleta con muchas reservas y nada claro, pero sin dificultades insuperables. A muchos toros de Miura, cien veces peores que aquel, había hecho El Espartero notable faena de muleta y los había matado guapamente. A favor de querencia dio a Perdigón unos doce pases altos y otro cambiado. Al remate de éste el animal quedó igualado y Manuel García entró a matar. Resultó volteado muy aparatosamente, cayendo de cabeza sobre la arena. Segundos después, con visibles muestras de estar conmocionado, se levantó tambaleándose, al igual que le ocurrió a Joselito Huerta en la plaza de Zacatecas, en 1995, tomó espada y muleta y sin control alguno de sí mismo se volcó materialmente sobre Perdigón, sin dar el menor juego al engaño. El toro lo tropezó con gran violencia, enganchándolo por el vientre y volteándolo sobre el pitón derecho. Todavía en el aire vióse al torero estirar las piernas y contraer el rostro en un horrible movimiento de dolor. Cuando el toro lo soltó en el suelo, vióse al espada hacer una contorsión espeluznante en la que juntó las rodillas con la barba y allí quedó hecho literalmente un ovillo. Perdigón intentó de nuevo acometerle; pero, herido de muerte, cayó rodando como una pelota a dos metros del cuerpo de El Espartero. Fue recogido éste inmediatamente por los banderilleros y trasladado a la enfermería. En toda la plaza se había hecho un silencio de muerte. De la muerte de El Espartero. Había sufrido éste un colapso y no pronunció ni una sola palabra. Quince minutos después de entrar en la enfermería dejaba de existir, confortado con los últimos auxilios de la religión. Parece que nos hemos olvidado del milagro taurino de San Ataúlfo, pero, no. Lo que pasa es que, no sé por qué extraña razón, vio mi mente a Jesús sobre la Borriquita el Domingo de Ramos, aclamado por todos en son victoria. Él no era supersticioso, pues sabía perfectamente su misión. Pese a saber que se cumpliría su Crucifixión pocos días después, Él permaneció sin perder su sonrisa, aceptando de antemano que aquellos mismos que le victoreaban gritaría después para que sufriera tan cruento sacrificio. En cambio el torero, el hombre de carne y hueso, perdió su característico buen humor, que se nubló por completo, y ya fue muy serio todo el resto del camino hasta la plaza, llevando la cruz del miedo y Jesús la de nuestra salvación. Es la diferencia entre el éxito efímero que buscamos los humanos y la gloria garantizada que espera a los cristianos. El Santo ya está impaciente de que contemos su milagro. El relato del milagro taurino es de Ambrosio Morales, y dice: “Tenía la iglesia de Santiago algunos esclavos que, como por los concilios de Toledo se ve, los tenían todas las iglesias de España en tiempos de los godos. Tres de estos, llamados Zaden, Cadon y Anfilon, nombre poco menos que infernales que sus obras, acusaron delante del rey al obispo de Santiago, llamado Atúlfo, varón de mucha santidad y virtud, del pecado que por ser tan abominable se llama nefando, y añadiendo que había prometido a los moros darles la tierra si entrasen por Galicia poderosos. Creyó el rey sin ninguna deliberación a los tres malvados siervos y mandó venir ante sí al obispo. Y aunque el rey era liviano en el creer, todavía le ayudó a persuadirse considerar cómo el obispo Ataúlfo era hijo del traidor conde don Gonzalo, que mató al rey don Sancho con veneno. El obispo vino con los que fueron por él sin ningún otro recelo, asegurándole bien como suele la inocencia, y llegó a Oviedo el jueves de la Cena de la Semana Santa, en tiempo que el rey tenía cortes a sus vasallos, consultando con ellos cómo se podría resistir a los moros, que ya comenzaban a destruir Castilla, y se temía que luego había de descargar aquella tempestad sobre el reino de León. Los que traían al obispo le dijeron se fuese derecho con ellos al rey, mas él entró primero en la iglesia, donde ofició misa, y después se fue al rey con mucho sosiego. Él le tenía aparejado un infernal género de tormentos. Había mandando a sus monteros trajesen un toro bravísimo, y mandolo soltar contra el obispo. Dios, que de las perversidades de los hombres saca ocasiones maravillosas para mostrar su grandeza, quiso agora manifestar con nuevo milagro la inocencia de su siervo y la malicia del rey. Vínoso el toro para el obispo tan manso, que le puso los cuernos en las manos para que los tomase, y dejándoseles en ellas, como si no les tuviera para más que aquello, volvió su ferocidad contra los que allí se hallaban, y matando algunos de ellos, sin tener ya sus armas, sino las que el poderío del cielo le daba, se volvió al soto de donde le habían traído.
Hay por ahí otro santo pidiendo su oportunidad… Es nada menos que San Pedro Regalado, franciscano nacido en Valladolid en 1390 y canonizado por el papa Benedicto XI en 1746, el verdadero patrón de los toreros, cuya fiesta se celebra año tras año con corridas de toros el 13 de mayo en su ciudad natal, de la que también es patrono, y que quiere contarnos otro milagro taurino, pero primero nos lleva al Museo de Valladolid para que veamos un mediano lienzo, pintado por fray Diego de Frutos, que representa el prodigio, que aparece escrito en un cartel, que dice: “Saliendo el santo del Abrojo para Valladolid, sin saber que hubiese fiesta de toros, se escapó un toro de la plaza, el que cogiendo el camino del Abrojo halló al santo indefenso, a quien acometió furioso; y mandándole el santo se postrase, lo ejecutó rendido; quítole el santos las garrochas, y echándole la bendición, le mandó se fuese in que hiciese mal a nadie, lo que ejecutó el bruto al pie de la letra.” De tan extraños finales hay algo que debe hacernos reflexionar. Estamos viviendo años de siervos acusadores y malvados, de complicidades abominables hasta en el seno de las familias, otras más perversas y sanguinarias hacen cambiar por miedos generalizados el color de un gobierno, de desequilibrios furiosos, en el seno de sociedades muy democráticas pero que caminan lentamente hacia su total descomposición, en la medida en que se van extinguiendo todo los valores morales, éticos y de respeto social, cargando a los hombre de garrochas que van penetrando todos los sentidos. Es algo que nos espanta. Pero, sobre todo, que demos por terminada una Semana Santa más sin haber sacado de Ella tanto como tiene para que volvamos a implantar en el alma y el corazón los valores morales perdidos. Sin embargo, quienes tenemos una profunda y arraiga fe, estamos seguros que Dios, de las perversidades que agobian a la especie humana, sacará ocasiones maravillosas para mostrar su grandeza, y se manifestará con nuevos milagros a quienes queremos vivir en paz y en Su Gracia.
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casemo - 2004