Gacetilla Taurina

Nº 011 - El toro en la baja Andalucía - III

Este tipo de toro, tan diferente al auténtico toro de lidia que tenemos en Andalucía, al ser criados en una extensa región montañosa, se hace más corto de tamaño, más chico y vivaz –los científicos dicen a este tipo de animales, que son acrondroplástico o elipométrico-, que les ayuda notablemente a desplazarse con inusitada rapidez, ante cualquier peligro, aunque de mucha sangre y astuta fiereza, que les hacía temibles cuando atacaban a sus enemigos, entre como es lógico estaba el hombre; así que, su falta de trapío y de envergadura corporal están compensado por su temperamento; pero al modernizarse el toreo, esas características imposibilitaron el que siguiera conservándose la casta en su pureza, pues eran rechazados los toros en las plazas debido a su pequeñez y, por qué no decirlo, a sus malas intenciones. Toros con esas características, de reacciones rápidas, dieron cuenta de la vida de muchos toreros, el primero, históricamente, fue José Delgado (Pepe-Hillo), que sentía temor hacia ellos y casi presentía que algo le sucedería. El tiempo le dio tristemente la razón ya que el toro Barbudo, mezcla de las castas navarra y castellana, le mató sin piedad en el ruedo. Y el último Joselito, por el toro Bailador, en Talavera de la Reina.

En las citadas adversas condiciones naturales antes señaladas, hasta los ganaderos más encariñados con tan singulares animales, no tuvieron mas remedio que hacer cruzas, para contrarrestar dichos defectos de talla y trapío, y produjeron a veces excelentes productos, pese a que el ganado de toda esa extensa región montañosa era supuestamente de raza céltica y no mediterránea, como las castas de toros bravos de Andalucía. Sus caracteres diferenciales eran tan fijos, es decir, eran genéticamente tan puros que, aunque se trasladaran a otras naciones y viviesen alejados de su medio natural original, perdurarían con insistencia..., de ahí que en la medida en que evolucionando la tauromaquia, su destino inevitable le condujo a la extinción, pues jamás pudieron lograr los ganaderos norteños que desarrollaran la nobleza que disfrutan los toros andaluces. Sin embargo, en ganaderías con sangre de Miura, Santa Coloma, Pereira Palha Blanco y pocas más, aparecen a veces toros, especialmente en la de Miura, con carácter propio de los primitivos toros fieros y hasta feroces.

Para poner todo esto más claro, hay un ejemplo tan real como histórico. Los primeros toros de lidia que llegaron al Nuevo Mundo, fueron de casta de Navarra y con ellos se formó allí la primera ganadería, llamada de Atenco, en el sur de la ciudad de México y que ha perdurado con crédito hasta nuestros días. Pero ese reducido tamaño nada tiene que ver con los minitoros que algunos ganaderos, muy pocos, consiguen a base de hacer pasar largos períodos de hambre a las vacas, de las que nacen becerros esmirriados, muchas veces pequeños e inofensivos de armaduras... «unas defensas que ya las quisieran para su uso particular la mayoría de las babosas que se lidian en el coso madrileño», decía Luis Carmena y Millán, en su libro Estocadas y pinchazos.

El célebre don José Daza describe al toro navarro, diciendo: «Aunque son pequeños, en fiereza y astucia son demasiado grandes; que los picadores que sin experiencia los ven tan menudos, les llaman torillos de Navarra; pero que después, con el escarmiento, les llaman señores toros...», si bien, su reducido tamaño, les permite afianzarse muy bien con sus extremidades al suelo y ejercer mucha fuerza en los combates. Prueba de ello fueron toros como Generoso, de Lizaso, que lidiado en Cartagena (España) el (06-08-1876), en cuarto lugar, recibió 25 puyazos y fue estoqueado por el célebre espara granadino Salvador Sánchez Povedano (Frascuelo).

A la pequeñez corporal a esos toritos les asisten virtudes biológicas: gran agilidad y destreza en sus movimientos, no de otra forma puede creerse lo sucedido en la plaza del Ayuntamiento de Pasajes (Guipúzcoa), la tarde de (15-08-1858), donde estaba instalada una plaza de toros portátil, en la que un toro navarro, que llevó el nombre de Almirante, se saltó al callejón y salió del ruedo, penetrando ante el asombro de todos en la Casa Consistorial, para seguidamente subir las escaleras, asomándose a uno de los balcones... haciendo honor a su nombre, en su improvisado Almirantazgo, pasó revista a los barcos de su Armada brava fondeados en la bahía Guipuzcoana. Los vascos tienen esa sangre brava, lo mismo para la nobleza que para el crimen, como la mayoría los seres humanos. Y usando el mismo balcón, en la próxima entrega finalizaremos los datos sobre la casta de toros de Navarra, para pasar, tras dos entregas más, a la casta de Castilla.

Fueron los matadores españoles Antonio Fuentes -compañero en cien batallas con Rodolfo Gaona- y Rafael Gómez Ortega (El Gallo), los que tras lidiar toros de Atenco, dijeron que «conservaban las mismas características de los toros navarros españoles, y que una corrida de dicha ganadería mexicana, se parecía a otra de Zalduendo o Carriquiri, tal y como si fueran hermanos. Sin embargo, al Estado de Zacatecas sólo llegaron, en su mayor parte, toros de Andalucía y Portugal; si bien, en la plaza de toros San Pedro debieron lidiarse alguna vez toros de Atenco.

No es menos digno de notarse, para ahondar un poco más en su carácter, las raras cualidades de los toritos navarros, no sólo por lo fiero, sino por lo advertidos, armando zancadillas, ardides y acometidas falsas para atacar de improviso y con visible astucia a los caballos indefensos; con tanta raterías -tipo «carmoniana»-, que no las hará ningún racional con más advertencia. Y si logran desarmar a su contrario, no se cansan en darles cornadas, hasta rendirlos el cansancio... lo que no hacen los castellanos, ni andaluces.

Es por ello que las reses de Navarras han lucido desde tiempos inmemoriales una fiereza seca, primitiva, exenta de cualquier característica que implique entrega y colaboración con los toreros, y que resulta tan espectacular como su propia presencia y fortaleza físicas. Así que ejemplares como duros y con pocos atisbos de nobleza, extremadamente violentos, fogosos, malhumorados, astutos y hasta arteros. En los ruedos, la escasa presencia la compensan con creces, por su dureza, el fervor de los aficionados de hace siglos. Cuentan las crónicas de la época que estos astados se arrancaban de lejos a los caballos y, cuando hacían presa y los derribaban, se subían sobre ellos y además de cornearles, les mordían y les pateaban con saña, cuando no se hacían sus necesidades encima del jaco.
 


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