Gacetilla Taurina
Nº 107 - Gacetillas de Psicología (La esperada "tienta de "Apolo" Un acontecimiento histórico)
La opiniones dispares abrieron la llegada, al fin, del día en que se disiparían todas las dudas sobre la bravura o no de Apolo y Catita, para dar paso a lo que, sin duda fue, un acontecimiento insólito. Aquella mañana del (24-06-1984), todo estaba listo para celebrar la tienta de machos en la recién construida placita de tienta en “El Coloradito.” Nuestro actor protagonista –Apolo- esperaba sin nervios su turno para ser probado, pero se quedó relegado al último. Así lo había dispuesto Joselito Huerta, al que ninguno de sus socios se atrevían a discutir.
Cuando el utrero Apolo estaba encerrado en un corralito, antesala obligada antes de salir al ruedo, bajé y lo estuve acariciando en su encierro. De la misma forma procedió , a mi lado, el matador Chucho Salazar, a quien nada le hizo por estar junto a mi. El torero recordará siempre aquellos instantes, porque, además, muy a penas había sitio para los tres. Minutos después el vaquero, Rubén, abrió la puerta que daba paso a la placita. Frente Apolo, el picador sobre el caballo. Todos los asistentes a la expectativa. El utrero ni siquiera miró al caballo. Me ubiqué en el burladero. En vista de la resuelta tranquilidad de Apolo, el señor Juan Flores, le dijo al picador: “Véte hacia él y castígalo fuerte, a ver qué hace.” El picador persiguió por el redondel a nuestro protagonista, lo alcanzó y le picó con fuerzas. Lo continuó hostigando. Apolo, después de varios piquetes, comenzó a despertar su bravura dormida, e inició su ataque al peto. Una y otra vez, al fin, se estrelló contra el caballo, recargando con bravura.
Un vaquero se echó al ruedo y llamó al utrero. Éste se encaminó hacia él de forma claramente agresiva y el vaquero, dando un salto, se sentó en el borde de la pared del ruedo. A la vista de ello, salí del burladero, le llamé y me quedé un par de minutos junto a él, mientras la concurrencia platicaba. Parecía claramente que Apolo reclamaba mi protección ante aquella tan extraña como difícil situación. Él, que siempre había recibido mil atenciones, a lo largo de casi tres años, no soportaba aquel escarnio. Seguro que se preguntaría: ¿Qué mal he hecho para que me traten tan despiadadamente? ¿Así son los humanos?
El curso de los acontecimientos sorprendió nuevamente a todos, cuando Joselito Huerta afirmó: “Ya está visto. Pueden torearlo.” Tuve que resignarme, porque las órdenes de José eran irrefutables. Yo era partidario de haberlo dejado limpio, para uno o dos años después, llevarlo a una plaza de toros y que miles de espectadores hubiesen tenido la oportunidad de ver a mi amigo Apolo embistiendo. Sin duda hubiésemos escrito un capítulo memorable, cuando a media faena yo saliera de un burladero, lo llamase y se acercara para acariciarlo. Todos habrían pedido unánimemente que se le perdonara la vida. Pero los toreros allí presentes, felices, se aprestaron a torearlo. ¡Qué pronto olvidaron la grandeza de los actos vividos: una lección magistral de amistad entre un ser humano y un toro bravo!





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