Origen y Evolución del Toreo

Num. 28 Origen de la Fiesta de los Toros - Cronología Historica en España (Siglo XVI (1580)

1580:

Prólogo


En España primero, desde el tiempo del rey visigodo Sisenando, en el siglo VII, que envió una carta amonestando al entonces obispo de Barcelona por su desmedida afición a los toros, durante la reconquista y a lo largo del siglo XVI, ya era costumbre, que por fiestas patronales, bautizos, bodas, cumpleaños de gente noble, se dieran en la plaza pública espectáculos taurinos. Sobre todo en las cabeceras de provincia y pueblos más importantes. Naturalmente, según don Pedro Enrique Martínez, eran los caballeros de Campo, después llamados Mariscales, los encargados de matar los toros, quien a caballo tenían el honor de hacer la lidia del toro. Pero estos nobles necesitaban de forma imprescindible tener gente a sus órdenes que iban de uno, dos, cuatro, e incluso a ocho –fueron las primitivas cuadrillas de los toreros actuales-, que eran vasallos –llamados al principio escuderos- y en su mayoría gente de pueblo. Además eran festejos del propio pueblo, que admiraban y estaban dispuestos a intervenir y hacer los quites que antes de enfrentarse el toro al caballero en plaza, dándole al astado los primeros capotazos para probar sus cualidades.

Se hacía saber que donde se corren toros no haya niños, viejos ni mujeres, ni locos, ni cojos, ni enfermos cuyas vidas pudieran ponerse en peligro. Lógicamente, fueron en los primeros siglos las plazas públicas medievales las habilitadas para las fiestas; se tapaban todas las salidas a calles y se cuidaba cerrar bien las puertas de acceso. También estaban los ganapanes; éstos eran los encargados de arrastrar el toro, no siempre muerto en la plaza. Había muchos que por su excesiva peligrosidad y los impresionante daños que causaba, sembraban el pánico entre los lidiares y nadie se atrevía a matarlos, por lo que había necesidad de aplicarles la media luna, es decir, a ser desjarretados o lo que es lo mismo, a cortarles los tendones de las patas traseras con la citada media luna, especie de guadaña con largo mango para ser utilizada a cierta distancia, y tenían que sacarlo vivo los ganapanes. Pero generalmente eran muertos a lanzadas.

El año 1580, en pleno reinado de Felipe II (1527-1598), debieron producirse muchas muertes de caballeros y lidiadores de a pie en las plazas españolas, a tal punto que el Monarca se vio obligado humanitariamente a divulgan un bando real, parte del cual reseñamos en el Artículo 1º. Hace que se nombre por más de doscientas vidas que han sufrido ante los toros. Se comenta que en Valladolid ha sido corneado por un toro el alguacil mayor en una pierna y muerto pocos días después, y como él infinidad de gente que muere o queda en mal estado. Por casos de gangrena son muchas las bajas que se producen al ser los caballeros montados y los lidiadores de a pie al alcanzados por los toros.

Un porcentaje muy alto de mozos, chulos y Caballeros de Campo, entre los que s e contaba a don Pero de Ponce de León, hermano del duque de Arcos, que salí sólo en un caballo y un chulo africano que le servía de mozo para llevarle la lanza y la capa. Tenía fama de matar a los toros de cara, cosa que no era muy común entonces. Le clavaba la lanza en el pescuezo y le salía por uno de los brazos del toro. Muchos querían hacer lo mismo le mataban el caballo.

Se contaba con don Pero Vélez de Guevara, caballero viejo, gran maestre en este arte de alancear toros. Otros fueron don Diego de Acebedo; don Pedro de la Cueva, comendador de la Orden de Alcántara; don Diego Ramírez; don Luis Valenzuela Marrufo de Negrón, regidor en Cádiz; don Melen Xuárez; don Luis de Guzmán, hijo de la Algaba; don Francisco Zapata Puertocarrero, de Granada; don Ignacio de Médicis, hermano del duque d e Florencia; el duque de Palma, y don Diego de Toledo, hermano natural del duque de Alba, que sufrió un trance en una tarde que fue muerto por un toro durante la boda de su hermano. Resulta claro que todos estos casos de muertes debieron afectar anímicamente a Felipe II, con 300 nombres de diestros que resultaron corneados en las plazas por gangrenarse las heridas, siendo ese tipo de infecciones galopantes la causa principal de las muertes.

Fue por ello que la Iglesia les negara a los lidiadores de a pie la confesión y los demás sacramentos, así como sepultura eclesiástica por no estar dispuestos por descuidos –la higiene brillaba por su ausencia-, del daño que les viene, y por ser gente ordinaria y holgazana, llenos de vicios y pecados. Doce personas más, se decía aquellos días del año 1580, han sido corneadas y aporreadas en los suelos de las plazas, amén de otras heridas más graves. Y no sabiendo que han dejado muchos corazones lastimados (1), pide a S. M., como piadoso y gran monarca, ponga remedio para evitar tanto daño.

Fue entonces cuando el Santo Padre Pío V puso tanto interés en procurar evitar el fiero abuso de ver matar animales indómitos y crueles, y que estos animales a nuestros hermanos y prójimos les inferían y corneaban sin poder atajarlos ni socorrer nadie. Es verdadera alegría ver tanta gente que aparecen en la plaza con gesto alegre y que se vierta tanta desgracia. Es más, que hay muchas fiestas y regocijos en que poder entretenerse la gente con ser menos dañinas. También pueden ejercitarse en armas y habilitarse en ocasiones para la guerra. Todos los esfuerzos de Pío V fueron inútiles, como veremos en el texto.

Todas esas advertencias se las pasó Felipe II de largo. Y es que no puede hacer desaparecer la Fiesta de los toros. Ni el uso de la caballería de España, por el regocijo universal de que se atraviesan los toros. Mientras haya hombres valientes y atrevidos –condiciones anímicas presentes en algún gen de uno de los cromosomas en los humanos-, no decaerán las corridas de toros, como después se les ha denominado, y es que están tan numantinamente arraigadas en los nuestros, que siempre resultará, sentir intensas emociones y peligros, un alimento del espíritu hispano.

Cuanto se consideró necesario hacer para evitar tantas muertes sobre la arena de los cosos de España, como la conveniencia de impedir que no se corrieran toros en el Reino y ciudades importantes, para evitar gastos excesivos, terminó fracasando. Siendo por San Juan o Santiago o Nuestra Señora de Agosto, si no se tienen otras devociones solemnes, no pudiendo ser con consentimiento de V.M. y ser los toros que tengan serrados los cuernos, un palmo en cada uno para que no hagan tanto daño y causen el mismo entusiasmo al torearlos. Se intentó castrarlos y quitarles bravura para que le fuera mayor seguridad en los caballos, y que al correrse los toros a pie se torearan mejor y con menos daño.

Se intentó colocar medias pipas de madera soterradas, a modos de medios fortines, en la arena para socorrer a los diestros de a pie, al mismo tiempo que no fuesen muchas y estuviesen de forma que no estorbasen muchos a los caballeros alanceadores. Ya desde los primeros tiempos los hombres aprendieron con relativa facilidad a quebrar los toros y los más expertos se colocaban un trapo colorado –es el anticipo del pañuelo rojo de los navarros en los sanfermines-, para ser mejor identificados.

Mediante avisos y pregones, informando de las penas de prisión, y alguna otro castigo más a propósito, nadie debería osar a entrar en el ruedo. Y es la parte de mandato que V.M. manda. Pero nadie obedece. Y es cuando el doctor don Cristóbal Pérez de Herrera, protomédico de las Galeras de España, pidió al Rey Don Felipe II, le sirva mandar con un orden nuevo de correr toros para evitar peligros y daños que se ven con el correr, con el que hoy se usa en el Reino.

Fue cuando el Monarca ordenó a los hospitales de entonces que tuvieran camas apercibidas y cirujanos con medicinas y mechas, así como medicamentos y que se tenga un sacerdote en casa cercana a la plaza para confesar a los que se estuvieran muriendo, así como silla o parihuelas para transportar a los heridos al hospital a costa de los propios de las ciudades. Ni que decir que S. M. el Rey concluyó haciendo caso al médico, y aunque meran igual los percances sufridos, salvaron muchas vidas. Tendrán siempre los diestros que agradecer al licenciado y hombre del Rey, que puso al servicio de la Fiesta decoros sus principios magistrales que tanto bien le han hecho, según don Pedro Enrique Martínez.


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