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Nº 1 - 3 Septiembre 2005 (Textos originales del Dr. en veterinaria D. Juan José Zaldivar) |
Presentación y Prólogo |
Sobre este tema son muchos los tratados que actualmente existen en el mercado, pero en nuestro caso su autor ha querido darle un lenguaje más asequible, para que esté al alcance de todos aquellos que tienen algún conocimiento de la Fiesta y, otros que aún recelan de ella, pero que tienen cierta inquietud por su conocimiento. Nuestro objetivo será el poner en la red todas las semanas un capitulo, para que todo aquel que lo desee, pueda hacer un pequeño pero ameno e instructivo coleccionable. En este número 1, le ofrecemos el prologo de estas entregas semanales, aunque un poco amplio, su lectura es amena y le lleva a descubrir el contenido de este "Libro de la red". PRÓLOGO Ciertamente, cuando se trata de seguir la prehistoria de la evolución del arte de torear la mayoría de los autores siente la inclinación de recordarnos la cueva de Altamira (Santander), que es uno de los más destacados monumentos del Arte universal, en su etapa del período Cuaternario, también considerado como Principio del Arte. Claramunt López refiere “…que nadie se escandalice: a los aficionados a las corridas, la citada cueva con pinturas rupestres, de hace 15 mil años, nos parece el primer cartel de toros, el más admirable de los que luego se han ido fijando en las paredes de España. “¡Toros!”, dijo la pequeña María Sanz de Santuela, que los descubrió. Su padre vio bisontes, en mayoría, aunque allí estaban pintados sus primos hermanos los toros. Ya se había dado cuenta don Miguel de Unamuno: “Cavernario bisonteo, / introito del rito mágico / que culmina en el toreo.” Con negro carbón el pintor dibujó la cabeza de un gran bovino sobre una capa de arcilla, más adentro de la cueva, pasada la sala de los bisontes polícromos ¡Lo hizo con luz artificial! Desde allí nos mira, fijo y redondo, ese ojo al que nada se le escapa. Tiene más cara de toro reservón, de uro avisado, que d e manso bisonte. Esa mirada sigue viviendo en la piedra, dice Matilde Múzquiz Pérez-Seoane en libro publicado en 1998: “La transferencia de la vida del pintor a su obra es un hecho que se constata especiallmentne en las pinturas del gran techo de Altamira. La vida que emanan los bisontes no es la de los bisontes, es la vida del pintor. Se refleja a sí mismo y con tal intensidad que parece percibirse su presencia.” La seguridad del trazo indica ques e trata de un grandioso pintor. Sigfried Wilson afirma que el techo de la larga noche de Altamira representa la cima más alta de la pintura prehistórica. Con razón Picasso dijo: “Después de Altamira todo lo demás es decadencia.” Bisontes y toros… y ¿qué de los uros? Éstos hay que verlos en abundancia en la cueva de Lascaux, en la Dordoña frances, junto al río Vézère. Las pinturas datan de unos 20.000 años, cuando aquellos uros marcaron el último estadio evolutivo que los condujo a bisontes y toros. Allí puede verse un gigantesco toro pintado en negro, con enorme fuerza y realismo. Tiene unos cinco metros y medio de longitud. Cuatro toros blancos, colosales, dominan la gran sala oval de la cueva de Lascaux. Un bisonte herido parece cargar contra su cazador auriñaciense que venía armado de una lanza. Un artículo reproducido en “Nacional Geographic” en el año 2000 describe la escena de caza del bisonte: “…cuyas entrañas se esparcen a través de la herida abierta, al igual que el cabalo de un picador destripado por un toro bravo. El bisonte, enloquecido por el dolor y enfurecido por la insignificancia del asaltante, se ha girado hacai él con sus cuernos curvados.” Es especialmente significativo que las fantasías de una tauromaquia combinada con cacería son perfectamente compatibles con el sentimiento de religiosidad que a casi todos los visitantes sugieren las pinturas de esta cueva. Convendría, según Claramunt, meditar ante el toro astifino enarbolado de la cueva prehistórica de Candamo, en Asturias, y los grabados en piedra de la cueva de Saelices, en Gudalajara, así como recorrer las escenas de hombres frente al toro en el arte levantino de la Península Ibérica que baja desde Cogull en Lérida, por el Maestrazgo, el Prado del Navazo, en Albarracín, el abrigo de La Vieja cerca de Alpera, Minateda en tierras de Murcia, La Pileta en Málaga, o los hallazgos de Jaén hasta llegar al Tajo de las Figuras, cerca de Vejer de la Frontera, y la laguna de La Janda, terreno donde pastan toros bravos desde tiempos remotísimos. Las noticias sobre la de forma de lidiar o torear y rematar los toros tal como hoy vemos, uno de los períodos más difíciles de esclarecer en la historia taurina es sin duda el que abarca la primera mitad del siglo XVIII. Y, sin embargo, pese a tan evidente laguna, a lo largo de esos cincuenta años, se produjeron tales cambios y tan profundos que terminaron por consolidar el toreo a pie, y en los otros cincuenta años se organizó y ordenó la lidia, con la intervención de varilargueros y picadores al mismo tiempo que de banderilleros y matadores. No es en cambio tan difícil sacar la conclusión de que la ribera del Ebro tuvo prioridad sobre la del Guadalquivir en los orígenes del toreo a pie. Porque no nos podemos olvidar que en los mismo años había incontables mozos crudos en tierras de Castilla y otros reinos de España capeando, banderilleando y matado toros a pie, del mismo modo que en las Españas del otro lado del mar toreaban, tanto a caballo como a pie, infinidad de diestros, incluyendo a llos propios nativos, de los cuales apenas nos han llegado uno pocos nombres. Fueron, suele decirse, todos a una, y es historia reseñat que eso ocurrió entre los reinados de Felipe V y Fernando VI, que tuvieron la reputación de no amar nuestras fiestas de toros. Tal fenómeno de cambio se produjo sin demasiados signos expresivos, pero llevaban en si una gran revolución del toreo, cuya interpretación no resulta fácil explicar. Sin embargo, en la medida que se fue retirando la nobleza y miles de caballeros, ocupando su lugar los hombres del pueblo aficionados a los toros y muy especialmente de los auxiliares de los mismos, los llamados chulos, los ruedos fueron conquistados por los hombres de a pie y el fenómeno fue tomando forma, con ligeras variantes en las diversas regiones españolas, hasta que fueron unificándose los criterios, costumbres, reglas y estilos para lidiar toros, dependientes de las diversas castas de toros. En esa evolución, debemos dedicar la atención al estancamiento que sufrió en Andalucía, pues en esa región el mayor interés gravitaba en la continuidad del toreo a caballo. Hasta tal punto, que los cuerpos y personajes más respetables de ciudades como Sevilla, Ronda y Granada, entre otras, en las que con la creación de la Maestranzas de Caballería, fomentaron tal afición taurina, y el correr los toros, espectáculo el más querido en todo el resto de España y, en especial en las regiones del Norte, cuyo papel fue muy secundario. Ya sabemos que los toreros de a pie no fueron sino los ayudantes o auxiliares de los caballeros rejoneadores. En ese sentido no es difícil hacerse una idea de cómo aquellos primitivos chulos adquirieron con el correr del tiempo un gran oficio para desenvolverse con gran habilidad en las plazas, aparte de ejercer la función de alargar el rejón al caballeros o atender cualquiera de sus necesidades. El conocimiento cada vez más depurado que fueron adquiriendo aquellos humildes auxiliares creció considerablemente y el pueblo fue aplaudiendo más los actos de valentía que realzaban ante los toros, que el trabajo de sus jefes. Llegaron aquellos chulos a dominar a cuerpo limpio a los toros, con quiebros admirables, saltos y otras habilidades, que les bastaba tener en la manos aunque fuese un trozo de tela, para jugar con evidente descaro a los más fieros animales, lo que desataba el delirio de los sorprendidos espectadores. Y en la medida que se fue acentuando las debilidades de los caballeros rejoneadores, que en trance de riesgo, caída del caballo o cogida, el papel de aquellos auxiliares para proteger a su amo fue adquiriendo importancia y fue reconocido por los propios rejoneadores, que aceptaron sus habilidades, las premiaron y comprendieron que no estaban capacitados para copiarles en su oficio y emularlos en su valentía. Los caballeros andaluces llevaban estos auxiliares, como los de las demás regiones, y, concretamente, en la plaza de Sevilla pronto fue el suyo un oficio retribuido. Un nuevo nombre aparece en la ordenación de las fiestas de toros de la Real Maestranza de Caballería de Sevilla merecedor de ser consignado entre los más primitivos de que tenemos noticia. En un impreso o planta en el que aparecen los precios de la nueva plaza y el programa a que se había de sujetar la lidia figuran como pagados “Francisco Benete y compañeros por su trabajo de torear y estoquear los dichos toros…2.439 reales 18 mrs.” La misión del matador y la de los peones están ya perfectamente caracterizadas en esa fecha. Siendo seguro que lo estarían desde mucho tiempo antes, refiriéndonos a Sevilla, pero el hecho de aparecer con la misión de estoquear un torero de a pie ya resulta un hecho notable. Con todo, cada picador de vara larga cobraba 3.000 reales, cifra que superaba bastante a lo que cobraban todos los diestros de a pie reunidos. En el año 1750 comienza en Sevilla la aparición de estoqueadores en cuantas de la Real, Maestranza de Caballería. Sin embargo, ,mucho antes era ya conocida en Andalucía la profesión que designaba a diestros de la tierra practicando todas las suertes que varios siglos antes de practicaban en el Norte, concretamente, en Navarra. Los dos cuyos nombres figuraban más actuando en la Maestranza fueron Melchor Calderón y José Cándido. Pero como decimos, Navarra venía dando la pauta de la manera de estos espectáculos, y tal supremacía le era reconocida en la organización de corridas en el resto de España, y especialmente en la Corte. En las cuentas del Ayuntamiento de Madrid figuran paridas de gratificaciones a toreros navarros. Cuando en Bayona deciden obsequiar al futuro rey Felipe V en su viaje para tomas posesión de la corona de España se encargaron toros de casta navarra, y navarro debieron ser los demás elementos que participaron en la fiesta. Ello ocurrió en la misma frontera del siglo XVIII, concretamente el (04-01-1701). La base de ese toreo navarro, precursor de la posterior fiesta brava como hoy la conocemos, podemos decir que era de características gimnásticas, acrobáticas, y la ligereza, fuerza y agilidad del diestro, sus principales facultades, acordes con el carácter de los toros de casta navarra. Aquellos elásticos montañeses buscaban en sus facultades físicas las llaves para sortear con sus movimientos de burlas frente a la cara del toro, una nueva y ancestral forma de producir el regocijo en los espectadores, el ritmo, la lentitud, cuando fuese necesario y todas las grandes cualidades artísticas que han de caracterizar con los años el toreo a pie bajo la influencia andaluza que eran ignoradas, y habían de ser, y dentro de ciertos límites aún lo son, desconocidas. Las suertes que han pervivido de este toreo son suertes movidas en las que la actitud física ha de ser el principal, si no único, apoyo. Por ello tiene un interés máximo el momento en que la dos concepciones del toreo se ponen en contacto y se influyen mutuamente. Goya, en sus láminas de La Tauromaquia, es el el continuador de la obra Pictórica de la cueva de Altamira, convirtiéndose en el introductor visual de las diversas suertes del toreo que se practicaba en aquellos años “oscuros” que medían entre la muerte de Pepe-Hillo, que él presenció el (11-05-1801), y el surgir de nuevas grandes figuras del toreo están contados por Eugenio de Lucas, quizá más aficionado el propio Goya. La dimensión artística en la pintura goyesca, los lances que gustarían hoy, se ven en un capeo a la aragonesa, un adorno con la capa y el sombrero de “Illo”, la estocada de Pedro Romero, el salto de la garrocha de Juanito Apiñan y en poco más. El resto son disparatadas y truculentas escenas de bárbara majeza, contempladas con ambivalente admiración no exenta de mordacidad, según Claramunt. El citado Eugenio de Lucas Velásquez pinta el desorden de las capeas de pueblo y de las corridas “serias” con picadores en plazas improvisadas en las que el varilarguero se ve asistido –más bien perturbado- por masas de toreros de a pie ansiosos por capear todos a una. Siente que la barbarie de la capea resulta “pictórica” y explota el temma mhasta lo inverosímil en cuanto a monstruosidades colectivas y a embriaguez compartida en torno sangre. Su hijo Eugenio Lucas Villamil seguiría la misma línea, dulcificándola cuando podía. La Fiesta evolucionaría gracias a Francisco Montes (Paquiro) por senderos de orden y armonía plástica. Los tres retratos de Paquiro y el respeto a la arquitectura de las grandes plazas muestra a un Lucas que admira en las gradas a las grandes damas con mantilla, hembras de gustos refinados, rodeadas de varones razonables. Anterior a Lucas Velásquez es el jerezano Joaquín Fernández Cruzado, combatiente el (02-05-1808) en la Puerta de Fuencarral y primer pintor de la corrida moderna, es anterior a Lucas Velásquez. Dos cuadros suyos en el Museo Romántico: Salida del toro y Pase de muleta dan idea muy precisa del clima que envuelve el espectáculo. El Arte del Toreo es, a lo largo del siglo XIX. Arte propiamente dicho que inspira a los mejores pintores, tanto a los del retrato como a los costumbristas y autores de género. Entre los más antiguos destaca Antonio Cabral Bejarano, de Sevilla, profesor de a Escuela de Bellas artes y extraordinario aficionado a los toros. Lo mismo puede decirse de José Elbo, de Úbeda. Como quedó dicho, “la Fiesta evolucionaría gracias a Francisco Montes (Paquiro) por senderos de orden y armonía plástica”. Así que el Arte del Toreo, el de Paquiro y Cúchares, de Lagartijo y Frascuelo, es arte, además de pictórico, musical en grado superlativo. Carlos IV quiso abolir, además de las corridas, otrras expresiones del sentir español. Pero nuestro pueblo reencontró sus raíces más auténticas. Los sainetes con música castiza ganaron la partida. En octubre de 1856 se construyó un teatro exclusivamente para zarzuelas; Pan y Toros y El Barberillo de Lavapiés nos llevan desde mediados del siglo XIX por caminos de garbosa españolía que duran, como el gusto de la zarzuela grande, hasta mediados del siglo XX; después de esa fecha nos van a norteamericanizar cada vez más. En vez de Agua, Azucarillo y Aguardiente, llegarán el chicle, las hamburgueserías y otras costumbres que más vale no nombrar. La zarzuela, casi una ópera, Pan y Toros, de Barbieri, que recrea los tiempos de Joaquín Rodríguez (Costillares), José Delgado (Pepe-Hillo) y Pedro Romero, la prohibió Isabel II porque se cantaba aquello de “España ha de ser libre, libre Castilla.” El compositor y su libretista don José Picón escribieron una protesta en verso a la Reina. Como a Isabel a casticismo no le ganaba nadie, prohibió su prohibición y compensó económicamente a los autores. De Pan y Toros es la “Marcha de la manolería” pasodoble torerísimo que todavía acompaña la salida de las cuadrillas en las plazas de Valencia y Albacete. Los aficionados la letra mediado el siglo porque había una competencia de moda: “Ya sale la cuadrilla de los toreros / El Tato y El Gordito son los primeros.” ¿De cuál de ellos estaba enamorada la Reina? Quiso hacer con de Chiclana a Francisco Montes (Paquiro). Sonreía de una manera especial al gitano gaditano Manuel Díaz Cantoral (El Lavi) cuando el diestro interrumpió la lidia para llevar hasta el palco real la divisa que acababa de arrancar en airoso recorte. Con su habla tosca y espontánea espetó a Isabel II: “Ésta es la primera vez que Su Majestad tiene el honor de recibir una divisa de mi parte.” Se dice que existe una colección de cartas muy personales de Isabel a Antonio Carmona (El Gordito). ¿Pero no fue Su Majestad a ver a torear a Antonio Carmona (Tato) en Alicante con el pretexto de inaugurar una vía férrea? Enamoradiza era, desde luego. Este reinado, más romántico que otros, inspira fantasías de toda clase; zarzuelas del siglo XX tomaron asuntos y personajes del siglo XIX. Figuras casi míticas, reales o imaginadas, como María Antonia La Caramba, La Calesera, Luisa Fernánda, recrean ambientes de una España no sólo isabelina, sino liberal y revolucionaria. A don Pío Baroja, además del conspirador Avinareta, de quien es pariente, le subyuga la imagen del torero José Muñoz (Pucheta) arengando al populacho en las barricadas. Muñoz contribuyó a la ejecución popular –o asesinato- de un odiado jefe de policía. El triunfo del bando progresista le ayudó a tomar la alternativa de matador de toros en 1854, así como a caerse muerto bajo los sables de la Caballería en otra revuelta de 1856. La gran música europea iba a Madrid de la mano de los más castizos compositores. La cabalgata de Las valkirias fue estrenada por el maestro Bretón. Gaztambide interpretó por vez primera la música de Tannhäuser, cuya partitura había traído Barbieri. Ardores wagnerianos impregnaron los primeros pasodobles, que, como las marchas militares, encierran un componente bélico; eran ritmos para luchar y morir con honor. Ahora, en 2005, el conjunto de la juventud (2005), con su actividad espermática reducida en un 20 por cien, vive de espaldas a los ritmos para luchar y morir con honor por su Patria, que cambia por derochar todas sus energías en las botellonas, de ahí que están todos en el camino de perderla. Los ases del toreo en el siglo XIX son contemporáneos de muy significativos compositores extranjeros, con relación directa o indirecta sobre el Arte del Toreo: Liszt (que se interesó por el tema musical Los toros en El Puerto),; Wagner, Bizet (con música de su Carmen se hace el paseíllo en algunos cosos franceses; el ruso Glinka, autor de una inmortaljota aragonesa; Lalo (el de la Sinfonía española); Chabrier y otros muchos, hasta Rimski-Korsakov, Debussy o Mauricio Ravel, seducidos por lo español y sus raíces. Su epígono Rubinstein nos ha dejado un inspiradísimo bolero titulado Torero y bailarina. Los toreros decimonónicos son testigos privilegiados de los avatares políticos de su època Ochocientista. En 1819, tras ceder el Gobierno de España La Florida a los Estados Unidos mediante compensaciones económicas, sólo nos quedaban Cuba y Puerto Rico de la antigua América Española. Allí torearon Machío, “Cuatro Dedos” y –última hora- don Luís Mazzantini y “Guerrita”, en vísperas del Desastre de 1898. Ellos oyeron la habanera profética que nuestros políticos ignoraron: “La Habana se va a perder / y la culpa es el dinero. Los negros quieren ser blancos, / los mulatos caballeros.” Desde mediados de siglo XIX teníamos nueva Constitución, de corte progresista. Isabel II se fue quedando paulatinamente sin apoyo. En 1834 y 1868 se había intentado una monarquía constitucional. En 1869 se quiere una monarquía democrática, celebrada en una corrida en Madrid que le cuesta la pierna a Antonio Sánchez (Tato). En el ámbito nacional se esperan graves desórdenes: el asesinato del general Prim, y el Breve reinado de Amadeo I de Saboya (que preside corridas de toros, abraza a Antonio Sánchez (Tato) y quiere consolarle de su cojera). Don Amadeo se vuelve a Italia convencido de los españoles están locos. En estos primeros años del siglo XXI, a quienes hemos pasado un cuarto de siglo fuera de la Patria, al volver y tratar de entender a nuestros paisanos españoles, estamos pensando como don Amadeo: esta gente está loca.
Coincidiendo con el fin de la
presencia española en lo que nos quedaba en América, algunos periodistas
azuzaron a la opinión pública recordando que en los mismos días de las
batallas que perdíamos, la gente acudía a los toros con despreocupación.
Quienes tales cosas propalaban era gente de la misma calaña que meses
antes exaltaba a sus compatriotas para ir a la insensata guerra contra
Estados Unidos. Eso lo sabía muy bien Rafael Guerra (Guerrita), que
sufrió una cornada en La Habana. A Rafael Guerra “le dolía España”, toda
ella. En particular el público de sus últimos tiempos. ,Retirado en
1899, vivía con riqueza, sacaba en Sierra Morena con los magnates,
pero no podía olvidar a su amigo, que no rival, Manuel García
(Espartero), muerto por un toro de Miura en 1894. Con Espartero llegamos
al último de los diestros de nuestros Cantares del Ochocientos, a solas
con don Fernando Villalón: “Malhayua sea Perdigón / el torillo
traicionero. Negras gualdrapas llevaban / los ocho caballos negros;
Mocitas las de la Alfalfa; mocitos los pintureros; negros pañuelos de
talle / y una cinta en el sombrero. Dos viudad con claveles / negros, en
el negro pelo. Ocho caballos llevaba / el coche del Espartero.” |
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