EL TORO DE LIDIA, SU ORIGEN Y ENIGMA

XI)  La casta de los toros bravos de Castilla - IV

Un        

         Como ya quedó señalado, en el reinado de Alfonso II el Casto (789-842) tuvo lugar el primer festejo histórico documentado de fiestas de toros en el reino de León, cuya memoria se conserva, que se celebró el año 815… Así que fue en el norte de Castilla la Vieja donde los españoles mataron primero los toros de casta castellana con un peligroso placer, echándoles lanzas a pie y a caballo, cuchilladas y garrochas como si fuesen malhechores, no teniendo culpa, y lo que es mayor error, hacerse en honor de santos y en sus fiestas, comenzando tal vez el Día de la Resurrección. Semejante comentario aparece en la obra de Gabriel Alonso de Herrera, titulada. “Obra de Agricultura”, escrita en Alcalá de Henares en 1513 y reproducida por la Biblioteca de Autores Españoles, en Madrid, en 1970. Según se tienen noticias, desde los primeros años del siglos XVI, es decir, desde el año 1500, como veremos en su día, la casta castellana fue la primera en la que se procuró, tras la domesticación, la triple aptitud: carne, leche y trabajo, mientras los criados de forma  silvestre eran destinados a la lidia en todos los pueblos de Castilla.

         Sin embargo, las peculiaridades de las casta españolas, por tener un origen ancestral único, por cierto muy marcadas en la castellana, tienen un detalle común que ya fue descubierto y analizado hace diecinueve siglos por el historiador latino Plinio Segundo, cual es el hecho de que “la generosidad del toro está en su aspecto, porque tiene la frente brava y espantosa, las orejas peludas y los cuernos aparejados a cualquier pelea. Pero su principal amenaza es la malizia.

          Las peculiaridades innatas de los toros de casta castellanos, aparece reflejada desde los mismos inicios de la Reconquista, siendo los moriscos los primeros en componer romances sobre ellos, destacando su bravura y otorgándoles los mayores elogios a los nacidos en las riberas del Jarama, describiendo su pelaje bayo, el color castaño encendido, los ojos como brasas, arrugadas, vellosa y ancha frente y fuerte cuello. Tan firmemente encadenados a la tierra, que ni las desoladoras invasiones que sufrió nuestra Patria a lo largo de milenios por multitud de pueblos de las más variadas procedencias y gustos han sido capaces ni de borrar nuestra afición a la fiesta de toros, ni su bravura. Paralelamente, como un destino divino, pese a siglos de guerras y adversidades, los españoles hemos conservado la bravura del carácter, cual si se tratase de nuestro tesoro más preciado y querido, a juicio de don Luis Pérez.

         Pese a todos los cruces con otros vacunos domésticos que debieron introducir los pueblos que nos invadieron, las diversas castas y la bravura se han salvado siempre de generación en generación, como si se tratase de un fuego sagrado, levadura o solera como la de nuestros vinos, y en el corazón de España se desarrollaron diversas ramas de la casta castellana, circunscritas a regiones perfectamente localizadas, como la de Jarama y la colmenareña, cuya acometividad rápida, precisa y segura, hacen caso omiso de su instinto de conservación y defensa, que en los toros castellanos reviste casi siempre una dosis concentrada de sentido, de gran malicia, especialmente cuando se colocan en los medios de la plaza, sin  diestro alguno sea capaz de sacarlo de su trinchera. Fueron los toros que propiciaron las increíbles proezas que realizaron los primeros picadores para defender de la muerte a los primeros toreros de a pie durante aquella primera etapa evolutiva del toreo, de la que se escindieron dos artes, el de picar y el de torear a pie.

         José Delgado (Pepe-Hillo), con su proverbial intuición, conocía la malicia de la casta castellana, pasando muy malos ratos al lidiarlos, preocupación que obedecía a un triste presentimiento, como fatídicamente se cumplió, con Barbudo. Y es que ganaderías como la de don Dámaso González, de la madrileña Miraflores de la Sierra, solían llegar a la corte después de ser toreadas por los pueblos de Castilla, por cuyo motivo se manifestaban resabiadas y descompuestas. El diestro  Barragán, que sabía bien en esto, le dijo el día de la corrida a un amigo: «Estos toros de don Dámaso, cuando vienen a Madrid, saben demasiado; más quisiera  matar un toro de Veragua o de Gaviria, por grande que fuera, que uno de estos pequeños de Miraflores»… con encaste de Navarra, como Bailador, el  que mató a Joselito (16-05-1920). Tuvo  razón el torero madrileño sobre el peligro de tales cornúpetos. Salió el segundo, de nombre Jardinero, retinto, de don Dámaso; al darle un pase de muleta fue empitonado el diestro por la pantorrilla izquierda y cuando parecía estar ya curado, se le presentaron unas calenturas y murió el citado día. Barbudo, primero y Jardinero, después, abrieron la larga lista de percances de los toros de casta castellana. La preocupación de los toreros por los toros castellanos tenía sangrienta justificación.

Otro de los antiguos toreadores, conocido como El Fraile, trabajó en el verano de 1835, saliendo a torear reses de Castilla, en las ciudades de Toro (Zamora), Palencia, Valladolid y otras. Aunque su toreo era anárquico, sin precisión y método, como las reacciones de la casta castellana, estaba sujeto a condiciones intuitivas y a la magnífica agilidad y fortaleza de sus piernas, condiciones esenciales para dominar los toros castellanos. Continuará…

     

   Juan José Zaldivar 16-4-04           

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casemo - 2004