EL TORO DE LIDIA, SU ORIGEN Y ENIGMA
XXII) Resumen de las Castas Fundacionales Castellana.
A
modo de colofón o resumen de las variadas castas castellanas, es
necesario dar algunos datos sobre la reses
indígenas, especialmente de las provincias de Salamanca y
Valladolid, cuales es la casta morucha, una de cuyas primeras ganaderías
fue propietaria una condesa de Peñafiel, vecina de Villanueva de los
Infantes (Valladolid), en el segundo tercio del siglo XVIII, de la que
derivaron otras vacadas de la región, que para colmo de males, se
cruzaron con toritos de casta navarra. Entre ellas, la de los Rodríguez,
de Peñaranda de Bracamonte (Salamanca), a la que con tan endiablado
cruce perteneció Barbudo, el
estado que hirió de muerte al espada Pepe-Hillo.
Tan barbudos eran que se dijo de ellos: “El toro de Bracamonte es, más
que toro, bisonte.”
José
Delgado no estuvo nunca de acuerdo en lidiar esos peligrosos moruchos y
el espada Joaquín Rodríguez (Costillares)
también los tenía vetados, especialmente a los criados por don
Agustín Díaz de Castro, de Pajares de los Oteros (León), temibles por
su dureza, poderío y sentido. Fue lo peor que esta raza morucha se
extendiera por la vieja Castilla, existiendo todavía ganaderías de esa
peligrosa estirpe en las provincias de León, Zamora, Salamanca,
Valladolid, Ávila y Segovia; es decir, en casi toda Castilla la Vieja,
en la hubo dos razas: la autóctona o morucha, de ejemplares grandes,
duros y poderosos y la que podía localizarse al Sur de Valladolid
capital, de toros más pequeños, pero al parecer mezclados con otros de
casta Navarra. Mezcla explosiva para castigo de los principiantes al
toreo de aquella región española, donde nació el leonés Rodríguez
Zapatero. Pese
a las afinidades de tipo y comportamiento, las ganaderías de la Tierra
fueron las temidas y rechazadas por los toreros en una época en las que
las dificultades eran el denominador común de toda la cabaña brava
española. No obstante, parece que los toros jarameños y colmenareños
se llevaban la palma en cuanto a su peligrosidad y por eso las figuras
en entonces, y todos los diestros que podían hacerlo, evitaban
cuidadosamente enfrentarse a ellos.
Otros ejemplos del poder y la fortaleza de los Toros de la Tierra
los tenemos en los astados: Cartero: de pelo retinto y grande, que se lidió en Madrid el
(23-06- 1844) y tomó 18 varas, matando ocho caballos. Pertenecía a la
torada de don Elías Gómez,
de Colmenar Viejo (Madrid). Según la Tauromaquia de Guerrita
llegó 12 veces a los picadores y mató 11 caballos. Igualmente debemos
citar al poderoso Sombrerero, de pelaje retinto, que fue rematado el
(05-05-1851), en la plaza de Madrid, por el diestro Cayetano Sanz también
de la ganadería de don Elías Gómez, que tomó 22 varas; asimismo
incluimos a Mariposo, que el (08-07-1861), de la ganadería de don Félix Gómez,
fue lidiado en Madrid la fecha citada; hirió gravemente al picador
Pinto, tomando 26 varas de Arce, Pinto, Juaneca
y el Esterero. Lo
remató el diestro Cayetano Sanz.
Ya en esta época, con una lidia organizada, los toros de la
Tierra solían salir abantos, aunque luego peleaban con dureza en varas
poniendo en serias dificultades a los picadores hasta que iban perdiendo
poder y facultades, en cuyo momento acusaban resabios y desarrollaban
mucho sentido poniendo en muchos aprietos a los toreros. A pesar de
estos inconvenientes, tanto los jijones como los toros de la Tierra
adquirieron mucho prestigio en los siglos pasados y prestaron brillantez
a los espectáculos anárquicos de entonces, algo que resulta
comprensible solamente si se tiene en cuenta cómo se desarrollaban las
corridas de torso y cómo se entendía el toreo en aquellos siglos.
La lidia, como sabemos, se fundaba en el tercio de varas, cuya
duración podía prolongarse considerablemente en función del número
de varas que aguantara el astado antes de aplomarse. Entre tanto los
lidiadores de a pie intervenían activamente con los capotes para poner
en suerte a los toros y, sobre todo, para realizar los quites con los
que se trataba de evitar por todos los medios que resultasen heridos los
picadores, cuando eran derribados de sus jamelgos y quedaban indefensos
sobre la arena, El tercio de banderillas, que es el que menos ha
evolucionado en la historia del toreo, tenía por objeto, como en
nuestros días, terminar de amoldar la fortaleza del toro a la vez que
reavivar las embestidas, cuando se quedaban aplomados tras la intensidad
del tercio de varas.
Finalmente el último tercio de la lidia estaba concebido para
desarrollarse con suma brevedad, limitándose los matadores a un par de
pases o tres, siempre los mínimos necesarios para que pudiera
realizarse la suerte suprema, valorándose sobre todo la preparación y
la ejecución de la estocada. Por lo tanto, las faenas de muleta eran
realmente inexistente y además se desarrollaban siempre sobre las
piernas del torero, que nunca se quedaba quieto mientras instrumentaba
los muletazos, ya que las condiciones del toro de entonces
imposibilitaban cualquier intento de quietud.
Con esta antigua concepción de la lidia resultaba válido un
tipo de ejemplar eminente bronco, poderoso y defensivo –así era también
el carácter y la actitud de los lidiadores-, que desarrollaba sentido y
dificultades en cada arrancada y que se defendía cuando se desengañaba
por completo. De este modo los toros jijones y de la Tierra fueron consolidándose
y extendiéndose en las ganaderías españolas a lo largo del siglos XVI
y hasta mediados del XIX,
de la misma forma que cayeron en picado y acabaron por desaparecer
cuando el espectáculo evolucionó en pos de unos cánones de belleza
estética propiciada por la quietud de los toreros, misma que alcanzó
su mejor época con el toreo de Juan Belmonte, y que hacía necesario
que el toro aportase mayores niveles de bravura y, muy especialmente,
nobleza, asociadas a la
fijeza a los engaños y la entrega en la pelea con verdadero son y hasta
docilidad.
Cuentan las crónicas que los toros de la Tierra fueron con
diferencia los más terroríficos de su tiempo y conforme fue
transcurriendo el siglo XIX los ganaderos se dieron cuenta que era
necesario mejorarlos, por lo cual recurrieron a practicar
refrescamientos de sangre con ejemplares jijones, primero, y luego con
otros de origen más selectos, derivados principalmente de la Casta
Vistahermosa. Merced a estos cruces, los mejores ganaderos consiguieron
mantener su cartel durante más tiempo, aunque finalmente tuvieron que
afrontar el ya rápido ritmo evolutivo que iba imponiendo la exigencia
de un toreo más artísticos y menos tribial y, sobre todo, más alejada del origen primitivo de sus divisas o
verse abocados a la desaparición. Juan José Zaldivar 23-07-04 |
casemo - 2004