Origen y evolución del toreo

 Nº  14 -  1 Enero  2006    (Textos originales del Dr. en veterinaria D. Juan José Zaldivar)

CRONOLOGÍA HISTÓRICA, en España: (SIGLO XV (4ªparte))

  

1498:

            Del Renacimiento recomendamos a los  aficionados lectores observar las escenas de lidia, como la de la catedral de Plasencia, debida a Rodrigo Alemán, en torno a 1498, y la de las iglesias del Monasterio de Yuste, alrededor de 1508. Para escaleras taurinas, la de la Universidad de Salamanca, donde aparecen caballeros  alandeando toros. Esta joya artística, admiración del profesor Camón Aznar, buen aficionado, data de 1512, cuando los caballeros comenzaban a dudar entre la pica y el rejón. Y nada hay más taurino ni tan barroco, ni tan español, como  la conciencia  de la muerte. Nuestro Miguel Hernández dirá: “¡Con qué lentitud taurina /estoy viviendo mi muerte.”

            Y es que evidentemente existe una relación profunda de lo religioso, hasta lo  funerario y lo erótico, llegando hasta lo milagroso, sin dejar de ser barroca, penetrando de lleno en el mundo romántico y todo en vuelto en las más curiosas supersticiones. Tengamos siempre presente, en este último aspecto, que los toreros, sin importar el rango, fueron y siguen siendo tan mujeriegos como bravos. En cambio, a las figuritas de  hoy se les pide que sean feministas… y ya estamos viendo en lo que va a quedar todo esto.

Refiriéndonos al carácter barroco del toreo siempre está presente el sentimiento de lo pasajero, de que nada es definitivo y que la  gloria y la tragedia son inseparables. Es muy taurina la vivencia de la elaboración artística instantánea, dentro de un fluir que para Claramunt “se va de las manos, sabiendo que todo en este mundo es fugitivo.  Entre otras notas barrocas, pocas tan profundas y desesperadas como la del Desengaño. Todos los toreros encuentran, antes o después, el desengaño de sus ilusiones, la nostalgia de tardes mejores, el contraste entre el olvido de los públicos y los aplausos que se fueron. El torero retirado vive la soledad mirando la cabeza disecada  del toro de la alternativa.”

             En cuanto al aspecto de la superstición, en la que el toro es tan  ajeno como protagonista a todo, ha evocado a la vez las más extrañas supersticiones populares, considerada a veces su intervención como un hecho sobrenatural y extraordinario, hasta límites insospechados. No hay ninguna  profesión donde exista una religiosidad tan singular como profunda. No he conocido ningún torero ateo y eso dice muy bien de esos hombres,  nacidos en el corazón del pueblo, que tienen un espíritu gigante.  La  magia de la lidia de los toros, que sube a su más alta cumbre espiritual cuando el torero está orando en la capilla de la plaza, solicitando con humildes y sentidas advocaciones la protección de toda la Corte Celestial, y la de sus santos y vírgenes preferidos, adquiere una dimensión extraña cuando la mente del torero y los miembros de su cuadrilla, relacionan cualquier cosa anormal que suceda en horas anteriores a la corrida, pero que es totalmente circunstancial, con su éxito, fracaso e incluso como un presagio de muerte próxima.

            Tal fue el caso de la presentida y trágica muerte de Manuel García (el Espartero) entre las astas del toro de don Eduardo II Miura Perdigón, acaecida en la plaza de toros de Madrid, el día (27-05-1894), dio a la Leyenda Trágica de los toros de esta divisa un auge tremendo. El Espartero también tenía su leyenda tejida por los hombres del pueblo y del campo. Maoliyo, como llamaba casi todo el mundo al popular espada, era, en sus días, casi un símbolo. Coplas y romances le habían dado una fama sentimental que se aceptaba sin reservas por gente de la más diversa condición. Fue el Espartero el mito que se opuso, con evidente error, frente a la inmensidad de Guerrita; con el que, por esta misma razón, toreaba con bastante frecuencia.

            Se fue con su gente a Madrid desde Sevilla. Le acompañaba un íntimo amigo, don Félix Urcola, que iba con él a casi todos los sitios donde actuaba. En el transcurso de la cena, antes de salir, se presentó en el restaurante Guerrita, quien con una intuición inconsciente –la capacidad de los toreros para intuir las cosas antes de que ocurran es un don que  Dios a los valientes que se juegan la vida- de lo que podía pasar en Madrid, quería disuadir al compañero de que torease la corrida del día siguiente. Es fama que por aquellos días Manuel García no andaba muy feliz. ante los toros y quizá el Guerra hubiese visto en la corrida de por la tarde más acusada esta anomalía. Se unió a la intención de el Guerra el señor Urcola, y la insistencia del primero fue de tal naturaleza, que llegó a decir textualmente:

             -No torees esa corrida. Te puede matar un toro.

            El Espartero no era torero que se dejase dominar de estas obsesiones, y contestó con gran tranquilidad:

            -No tengo más remedio que ir. Estoy comprometido. Es un compromiso que he de cumplir. Iré.

            El Guerra apeló entonces a otros recursos. Él conocía la afición desmedida de el Espartero por las peleas de gallos y le propuso que organizaría algunas muy interesantes al día siguiente. Esto hizo flaquear la recia voluntad de Manuel García.

            -Está bien. No iré. Me quedaré en Córdoba y pelearemos los gallos. Pero  el destino tenía ya escrita otra página sobre lo que tenía que inevitablemente que suceder.  Es la página que tenemos cada uno de nosotros que cerrar. También la tuvo escrita Nuestro  Salvador y se cumplió un año más en nuestra Semana Santa, pero en la de Jesús había una nota a pie de página, una de las más cortas que se han escrito, pero los hombres no volverán a oír otra con más significación, júbilo y grandeza: Al tercer día Resucitará. Y nos pasa que, por estar a pie del escrito, como las letras pequeñas de los contratos, no la leemos ni tomamos muy en cuenta. Así nos va…

            Bueno, pues el tren pitó para reanudar la marcha hacia la Capital. El Guerra subió también detrás de ellos, para insistir. El presentimiento trágico se había convertido en la mente del Califa II en una verdadera obsesión… pocos toreros han  tenido una visión tan clara de la fiesta, de los toros y de la capacidad torera y el valor y el arte de los compañeros de su época, como Guerrita. Pero no pudo conseguir nada.

            Ninguna nota de tristeza ensombreció el viaje hasta la capital de España. Antes al contrario, en todo el recorrido el Espartero, al igual que Joselito –ambos el día anterior a su muerte por astas de toro-,  hizo gala de su ingenio y de su  donaire en conversaciones y bromas con el señor Urcola y el personal de la cuadrilla.  En una de las estaciones del trayecto el tren hubo de hacer una gran parada, y durante ella el Espartero se trasladó a otro coche donde viajaban unos artistas flamencos de Sevilla, a los que hizo cantar y bailar para él, que los acompañó alegre con sus palmas.

            Por la mañana, en Madrid, el Espartero se fue a  la fonda donde iba siempre que toreaba en la capital de España, situada en la antigua calle de la Gorguera. Toda la mañana continuó sin dar muestras de acordarse de la insistencia de Guerrita la noche anterior para que no toreara la corrida. Recibió visitas, con las que departió cordialmente... Sólo cuando se disponía a vestir el traje de luces y hecha con gran respeto la señal de la cruz, dijo a su mozo de espadas: -“Dios quiera que se me dé bien esta tarde.” Se lo pidió a ese Dios generoso que vive dentro del alma de todos los toreros.

            Una hora antes de la corrida el Espartero subió con su cuadrilla a un carruaje de caballos y se encaminó a la plaza. En una de las calles del trayecto se les interpuso un coche fúnebre. El banderillero Antolín comentó impulsivo:  -¡Mala pata...!

              Otro banderillero, Valencia, cortó en seguida la escena con estas palabras:

            -¡Al contrario, hombre, esto es buena suerte! ¡Ya no hay eso del mal fario! 

             El Espartero, aparentemente limpio de supersticiones, no dio importancia alguna al incidente. No obstante, su característico buen humor se nubló por completo, y ya fue muy serio todo el resto del camino. Empezó la corrida puntualmente. Manuel García había permanecido en silencio durante el cambio de la seda por el percal. Salió el toro primero, uno de Miura, grande, con poderosas defensas, de pelo colorado, ojo de perdiz. Un toro que estaba llamado a hacerse célebre, un cuarto de hora después.

            El Espartero lo lidió serenamente, y en el tercio de varas, que Perdigón hizo con mucho brío, conquistó  el espada atronadoras ovaciones en varias intervenciones muy afortunadas. El toro llegó a la muleta con muchas reservas y nada claro, pero sin dificultades insuperables. A muchos toros de Miura, cien veces peores que aquel, había hecho el Espartero notable faena de muleta y los había matado guapamente.  A favor de  querencia dio a Perdigón unos doce pases altos y otro cambiado. Al remate de éste el  animal quedó igualado y Manuel García entró a matar. Resultó volteado muy aparatosa-mente, cayendo de cabeza sobre la arena. Segundos después, con visibles muestras de estar conmocionado, se levantó tambaleándose, al igual que le ocurrió a Joselito Huerta en la plaza de Zacatecas, en 1995, tomó espada y muleta y sin control alguno de sí mismo se volcó materialmente sobre Perdigón, sin dar el menor juego al engaño.

            El toro lo tropezó con gran violencia, enganchándolo por el vientre y volteándolo sobre el pitón derecho. Todavía en el aire vióse al torero estirar las piernas y contraer el rosto en un horrible movimiento de dolor. Cuando el toro lo soltó en el suelo, vióse al espada hacer una contorsión espeluznante en la que juntó las rodillas con la barba y allí quedó hecho literalmente un ovillo. Perdigón intentó de nuevo acometerle; pero, herido de muerte, cayó rodando como una pelota a dos metros del cuerpo de el Espartero. Fue recogido éste inmediatamente por los banderilleros y trasladado a la enfermería. En toda la plaza se había hecho un silencio de muerte. De la muerte de el Espartero. Había sufrido éste un colapso y no pronunció ni una sola palabra. Quince minutos después de entrar en la enfermería dejaba de existir, confortado con los últimos auxilios de la religión.

                

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