Origen y evolución del toreo

 Nº  7 -  22 Octubre  2005    (Textos originales del Dr. en veterinaria D. Juan José Zaldivar)

CRONOLOGÍA HISTÓRICA, en España:

        

313-711:

            Es de todos conocido que entre los años 313 de la Era cristiana y 711 intentaron señorear los visigodos los destinos de España. Llegaron después los sarracenos y se produjo el desarrollo esplendoroso de Al Andalus, a la par que se organizaban los reinos cristianos o hispanogodos en Asturias y León. Ni durante los siglos del reinado de los godos, ni en la España musulmana, que es como decir casi en toda la Península Ibérica, ni unos ni otros nos cuentan corridas de toros. Por fortuna, entre los monarcas satures y leoneses y sus súbditos hay grandes aficionados.

 711 al 1031:

            Desde el 711 al 1031 (Alta Edad Media), pasando por la plenitud de nuestro Medievo (1031-1348), hasta  llegar a la Baja Edad Media en que los reinos cristianos se acercan a la culminación de la Reconquista (1348-1492), se celebraron innumerables corridas, de las cuales cada vez contamos con mejores y más documentados testimonios.   

 815:

              Nadie debe extrañarse de que en la larga evolución de una ancestral costumbre, cual es la fiesta de toros, el conde de las Navas, ya la citara en su libro como  La fiesta más nacional. Están tan arraigada en el alma y sentir de los pueblos hispanos, que hasta fue elegida por los reyes, desde el año 815, para conmemorar la mayoría de los acontecimientos importantes de la Corte. Conocidas como Fiestas Reales de Toros,    como su propio nombre indica, se caracterizaban por su dedicación a personas reales y nobles, y todo ello, lógicamente, implicaba un ceremonial específico y, tradicionalmente, se rodeaban de un gran aparato de movimientos oficiales  y de gran trabajo de organización, que debía resultar de lógica complicación, entre lo que destacaba la adquisición de centenares de toros y su traslado a la Corte, todo lo cual ha merecido dedicarle un apartado especial a tales efemérides, porque las hizo diferenciarse de las tradicionales fiestas taurinas.  La asistencia de personajes reales y de toda la nobleza a estas funciones era frecuentísima en las épocas de monarquías, y «ello sólo no era  bastante para dar carácter de «reales» a las corridas. Era lo  que facilitaba que se anunciaran con toda solemnidad como tales, con motivo de la celebración de algún fausto que afectaba a la familia reinante y que casi siempre, después de la conquista de América también se celebraban en el Nuevo Mundo.

               Pero el tema de este año lo vamos  dedicar a la estrecha relación que ha   existido, desde los más lejanos tiempos, entre la forma espiritual de ser y de pensar de    los   hispanos, nuestro ancestral carácter, capaces de imaginar que  podemos hacer realidad   lo imposible, vaticinar lo absurdo, tener sueños de grandezas y de que cada noche puede salir premiado el  número de la lotería que compramos. Sin embargo, el  poder imaginativo de la mente adquiere su mayor dimensión cuando establecemos los  más  estrechos lazos entre lo profundamente humano y lo religioso, caldo de cultivo ideal para fabricar las más curiosa supersticiones. De ahí la facilidad con la que pasamos del fervor religioso de la Semana Santa a las plazas de toros para festejar el Domingo de Resurrección. En esto su pierden los límites de la comprensión. Pero así somos los humanos, que en materia taurina, aficionados y los que no son, llegamos a ver, hablar y creer, como un hecho normal, que existen lazos entre santos, toros y milagros.

               Hasta dónde llegó un día esa creencia, que en el fronticio superior de la sala capitular  de la catedral de Pamplona (1) aparece ménsula de piedra en la está esculpido el milagro de San Ataulfo, en el que se observa al santo, convertido en el Juan Belmonte  de la época los visigodos, agarrando por los cuernos a un torito de casta navarra, con su característico abundante flequillo, y mirando al cielo en gesto de agradecimiento al milagro recibido. Y es que los milagros taurinos, en los que  los toros tienen una participación directa, hay que admitir que constituyen un rico tema de la hagiografía popular notablemente frecuente. Unas veces, las más, es el toro el que respeta la  santidad; otras, su fiereza o acometida natural sirve de instrumento más que providencial; y, por qué no decirlo, hasta se ha  utilizado en extraños ritos religiosos, como los judíos adoraron al Becerro de Oro, convirtiendo a tan maravilloso animal en signo de la riqueza terrenal, de abundancia.

   (1) En esa ciudad, en agosto de 1385, tuvo lugar la primera corrida de toros sueltos, la primera pamplonada, ordenada celebrar por el rey don Carlos III el Noble, de Navarra (José Yanguas y Mirada, Diccionario de antigüedades… de Navarra. Pamplona, 1840). Fray García Eugui, historiador y prelado español de fines del siglo XIV, debió incluir esta efeméride en su Crónica de los fechos subcedidos en España desde sus primeros señores hasta el rey Alfonso XI, la cual se inicia, como casi todas las de su época, después del Diluvio Universal, y termina el año 1389.   

               Y san Ataúlfo hizo lo que tenía que hacer: coger el toro por  los cuernos, como debe hacer cualquier cristiano o musulmán todos los días para vencer los problemas que se les presenten. Si los toros no tuviesen cuernos, nadie sabe lo que hubiese podido     hacer el Santo, porque a los toros se les puede dar delante de sus  narices el salto de la rana, pero no es ético abrazarlos, porque esto se deja para los pobres perros; ni   existirían las corridas, ni la Literatura,   y menos el pueblo mondo y lirondo, contaría con la expresión o el término más usado desde hace muchos siglos. Y  si los hombres hemos llevado los cuernos hasta la Luna ¿hasta dónde no seríamos  capaces de colocarlos? Los toros  y  los nórdicos lo tienen muy claro: los cuernos deben colocarse en la cabeza. Los  hispanos preferimos tenerlos en nuestro vocabulario. Y así, oímos decir, vete al cuerno, y colocárselos, ya en plural, a cualquier vecino. San Ataúlfo sabía que sujetando los cuernos el milagro quedaba consumado.

             Parece que nos hemos olvidado del milagro taurino de San  Ataúlfo, pero, no. Lo que pasa es que, no sé por qué extraña razón, vio mi mente a Jesús sobre  la Borriquita el Domingo de Ramos, aclamado por todos en son victoria. Él no era supersticioso, pues   sabía perfectamente su  misión. Pese a saber que se cumpliría su Crucifixión pocos días después, Él permaneció sin perder su sonrisa, aceptando de antemano que aquellos mismos que le victoreaban gritaría después para que sufriera tan cruento sacrificio. En cambio el torero, el hombre de carne y hueso, perdió su característico buen humor, que se nubló por completo, y ya fue muy serio todo el resto del camino hasta la plaza, llevando la cruz del miedo y Jesús la de nuestra salvación. Es la diferencia entre el éxito efímero que buscamos los humanos y la gloria garantizada que espera a los cristianos.

             El Santo ya está impaciente de que contemos su milagro. El relato del milagro taurino es de Ambrosio Morales, y dice: “Tenía la iglesia de Santiago algunos esclavos que, como por los concilios de Toledo se ve, los tenían todas las iglesias de España en tiempos de los godos. Tres de estos, llamados Zaden, Cadon y Anfilon, nombre poco menos que infernales que sus obras, acusaron delante del rey al obispo de Santiago, llamado Atúlfo,  varón de mucha santidad y virtud, del pecado que por ser tan abominable se llama nefando, y añadiendo que había prometido a los moros darles la tierra si entrasen por Galicia poderosos.

             Creyó el rey sin ninguna deliberación a los tres malvados siervos y mandó venir ante sí al obispo. Y aunque el rey era liviano en el creer, todavía le ayudó a persuadirse considerar cómo el obispo Ataúlfo era hijo del traidor conde don  Gonzalo, que mató al  rey don Sancho con veneno. El  obispo vino con los que fueron por él sin ningún otro recelo, asegurándole bien como suele la inocencia, y llegó a Oviedo el jueves de la Cena de la Semana Santa, en tiempo que el rey tenía cortes a sus vasallos, consultando con ellos cómo se podría resistir a los moros, que ya comenzaban a destruir Castilla, y se temía que luego había de descargar aquella tempestad sobre el reino de León.

             Los que traían al obispo le dijeron se fuese derecho con ellos al rey, mas él entró primero en la iglesia, donde ofició misa, y después se fue al rey con mucho sosiego. Él le tenía aparejado un infernal género de tormentos. Había mandando a sus monteros trajesen un toro bravísimo, y mandólo soltar contra el obispo. Dios, que de las perversidades de los hombres saca ocasiones maravillosas para mostrar su grandeza, quiso agora manifestar con nuevo milagro la inocencia de su siervo y la malicia del rey. Vínoso el toro para el obispo  tan manso, que le puso los cuernos en las manos para que los tomase, y dejándoseles en ellas, como si no les tuviera para más que aquello, volvió su ferocidad contra los que allí se hallaban, y matando algunos de ellos, sin tener ya sus armas, sino las que el poderío del cielo le daba, se volvió al soto de donde le habían traído.

             El obispo se volvió muy reposado a la iglesia con los cuernos en las manos y, poniéndolos en el altar mayor, maldijo a los tres siervos, que falsamente le acusaron, pidiendo a Nuestro Señor no faltase jamás en su linaje de todos tres alguna triste y fea enfermedad. Al rey le movió cuanto era la razón el  gran milagro,  y con mucho dolor  de lo hecho quiso dar entera satisfacción al obispo, y, estando en Oviedo hasta el segundo día de Pascua, se salió con los suyos y llegó hasta la iglesia de Santa Eulalia, en el valle de Pramara. Allí le dio una enfermedad mortal, de que falleció, habiendo recibido todos los sacramentos el miércoles por la mañana. Sus criados quisieron llevarles a sepultar en su iglesia de Santiago, mas no lo pudieron mover con ninguna fuerza, entendieron sea la voluntad de Dios que fuese allí enterrado.” Morales dice además: “Una cosa me  espanta  a mi mucho; cómo no se guardaron en la iglesia de Oviedo los cuernos del toro para memoria y testimonio de tan extraño milagro, habiendo allí tantas y tan diversas reliquias, de tantos centenarios de años antes de éste sucediese.”

             Hay por ahí otro santo pidiendo su oportunidad… Es nada menos que San Pedro Regalado, franciscano nacido en Valladolid en 1390 y canonizado por el papa Benedicto XI en 1746, el verdadero patrón de los toreros, cuya fiesta se celebra año tras año con corridas de toros el 13 de mayo en su ciudad natal, de la que también es patrono, y que quiere contarnos otro milagro taurino, pero primero nos lleva al Museo de Valladolid para que veamos un mediano lienzo, pintado por fray Diego de Frutos, que representa el prodigio, que aparece escrito en un cartel, que dice:

            “Saliendo el santo del Abrojo para Valladolid, sin saber que hubiese fiesta de toros, se escapó un toro de la plaza, el que cogiendo el camino del Abrojo halló al santo indefenso, a quien acometió furioso; y mandándole el santo se postrase, lo ejecutó rendido; quitóle el santos las garrochas, y echándole la bendición, le mandó se fuese in que hiciese mal a nadie, lo que ejecutó el bruto al pie de la letra.”

             De tan extraños  finales hay algo que debe hacernos reflexionar. Estamos viviendo años de siervos acusadores y malvados, de complicidades abominables hasta en el seno de las familias, otras más perversas y sanguinarias  hacen cambiar por  miedos generalizados el color de un gobierno, de desequilibrios furiosos, en el seno de sociedades muy democráticas pero que caminan lentamente hacia su total descomposición, en la medida en que se van extinguiendo todo los valores morales, éticos y de respeto social, cargando a los hombre de garrochas que van penetrando todos los sentidos. Es algo que nos espanta. Pero, sobre todo, que demos por terminada una Semana Santa más sin haber sacado de Ella tanto como tiene para que volvamos a implantar en el alma y el corazón los valores morales perdidos. Sin embargo, quienes tenemos una profunda y arraiga fe, estamos seguros que Dios,  de las perversidades que agobian a la especie humana, sacará ocasiones maravillosas para mostrar su grandeza, y  se manifestará con nuevos milagros a quienes queremos vivir en paz y en Su Gracia. 

                

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