LA GACETILLA TAURINA 

 Nº  100-   15 de Octubre 2007   (Textos originales del Dr. en veterinaria D. Juan J. Zaldivar)

Gacetillas de Psicología . (La vaca nodriza y el comportamiento de los terneros.)

                              

            Regularmente, pero siempre dependiendo del estado físico en que se encuentre, los terneros no suelen reconocer plenamente a su progenitora hasta los quince días de nacidos. Hasta entonces, son siempre ellas las que por el olor característico que desprende cada cría, las que los reconocen y amparan. Así ella es la que aporta toda sus atenciones al ternero y el recental, simplemente se acopla. Los terneros, como todas las crías del Orden de los Mamíferos, lo que quieren es alimentarse, por encima de importarles quién le se lo ofrezca. Sin embargo, los terneros bravos no se comportan de forma tan simple y menos las vacas bravas si se le acerca un ternero que no es suyo. En cambio, las domesticas, sobre todo cuando sus ubres están repletas hasta agradecen que le extraigan la leche.

            Fue lo que ocurrió cuando a Catita y Apolo le pusimos delante de una vaca nodriza mansa y con sus ubres turgentes. No tuvieron que hacer ningún esfuerzo para aceptarla, ni hubo necesidad de enseñarlas, ya que pasaron de la tetilla del biberón a los pezones de la vaca en un santiamén. Y si para mayor facilidad la vaca los acepta y hasta se regocija de que esos terneros ajenos a ella le alivien mañana y tarde desalojándoles sus glándulas mamarias, tanto mejor; razón por la que desde el primer día de nodrizaje las pardo alpinas mostraran su afecto hacia los inesperados succionadores de sus ubres. Tras cada toma, los dos recentales quedaban libres en los potreros que rodeaban la casa del rancho.

            Como norma general, cada vez que podía iba caminado en su búsqueda, y cuando no los encontraba los llamaba y al responderme los dos con sus típicos berridos, señalaban su situación, llevando un pequeño costal de granulado, alimento específico para adelantar lo más posible su destete. Ya destetados, continué reuniéndome con ellos. Cuando los herraron y cada uno fue a su potrero, unas veces iba a visitar a Catita y otras con Apolo. Los encuentro tuvieron perfiles muy diferentes. A Catita, siempre acompañada por varias compañeras, de las que era la líder, lo que le interesaba era saber lo que le llevaba de comer. Lo demás, que la acariciara o no, le importaba muy poco.

            Los encuentros con Apolo eran tremendamente humanos. Aceptaba con visible agrado que le llevara el pienso granulado. El paso del tiempo no mermó en nada su amistad. Es más, a veces, se acercaba a la cancela de entrada del potrero como esperando mi llegada. Otras veces, siendo ya un utrero desarrollado, pastando con sus compañeros en los cerros, lo llamaba, le acercaba las dos palmas de las manos juntas llenas de gránulos y los ingería, mientras sus hermanos de rancho se quedaban como extrañados de lo que estaban viendo. Vivir estos hechos es una especie de manjar de dioses. Cuando ya había acabado con los gránulos, se quedaba junto a mi, que lo acariciaba, pero en pocos minutos saltaba en su cerebro la inclinación natural a estar con los suyos. Una y otra vez, me ponía delante de él para impedir que se fuera, se detenía sin enfadarse y se repetía la llamada natural. Nunca mostró desagrado. Cuando hice esa operación con Catita, tan pronto me cruzaba e impedía que se fuera con sus compañeras, me embestía con visible enfado.  Dos comportamientos diametralmente opuestos, marcados genéticamente para cada sexo, que dan para reflexionar.


 

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