LA GACETILLA TAURINA 

 Nº  102-   29 de Octubre 2007   (Textos originales del Dr. en veterinaria D. Juan J. Zaldivar)

Gacetillas de Psicología . (Los efectos de la domesticidad en el ganado bravo)

                        

            Volviendo con los jóvenes terneros protagonistas, Apolo y Catita, debemos citar que, debido a la crianza artificial a que fueron sometidos, los dos alcanzaron un grado de domesticidad tal, que les valió conocer, no sólo todos los potreros del rancho, porque durante meses siguieron a los vaqueros, sino incluso las salidas estrechas usadas por ellos para evitar tener cruzar entre los alambres de espino. Aprendieron, especialmente Catita, siempre más astuta, cómo eludir las alambradas y lienzos, cómo adentrarse en los burladeros, en cuyos espacios a veces dormían y en los que se resguardaban.

            Se pasaban de unos potreros a otros durante la noche y no era raro que por la mañana estuvieran dentro del granero. Cuando tenían hambre, mordían el papel de un saco de pienso y se servían a sus anchas. Lo malo era que lograran, cuando ya estaban destetados, que se colaran en el corral donde estaba la vaca que les sirvió de nodriza, pues le sacaban hasta la última gota de leche…cuando esto ocurría, lógicamente, no había leche para el desayuno del personal del rancho, incluyendo a este servidor de ustedes. Catita desarrolló su inteligencia hasta límites insospechados. Ninguno de los vaqueros podía explicarse algunos días cómo con todas las puertas cerradas se encontraba en el interior de un granero, mientras el pasota del macho estaba en la calle nervioso de escuchar a su compañero comiendo a sus anchas y él sin poder pasar. Y es que la hembra había aprendido a abrir hasta  las llaves del agua con la boca, accionaba los pestillos de las puertas y antes de ser herrados se habían convertido en verdaderos niños traviesos.

            Otro de los efectos de la domesticidad que, durante la fase del destete, se negaban a convivir en el mismo corral con sus compañeros (as). Se separaban, como si ellos fueran de otra clase social –y en verdad lo eran-, acercándose a la puerta de salida más próxima a la casa del rancho, buscando nuestra compañía, en la que se encontraban más seguros. Los compañeros silvestres los maltrataban constantemente los primeros días; pero, cuando todos se soltaron en un cercado, paulatinamente, la seguridad que les daba el conocer todos los potreros y la forma de salirse de ellos, sus maltratadotes tuvieron que aceptarlos, se rindieron a la evidencia de sus respetivas inteligencias, y ello les permitió, especialmente a Catita, dominar y liderear a las demás, que terminaron sintiendo su aplomo para realizar los más diversos actos intrépidos que todos aprendieron, entre los que destacaban: su facilidad para abrir y empujar las puertas y acercarse a los vaqueros, seguir tras ella hasta los almacenes durante la madrugada y comer hasta llenarse, Catita se hizo de una verdadera corte de admiradoras que la seguían a todas partes.

Apolo jamás alcanzó tal nivel de desarrollo mental. Para él bastaba con mi compañía. Su nobleza no daba frutos a favor de mejores niveles cognocitivos. Es el mismo fenómeno que se observa entre  los niños en los colegios. El que ambos conocieran perfectamente todos los corrales y dependencias del rancho, formas de entrar y salir de ellos, los hizo en su día muy útiles a la hora de mover a sus compañeros o compañeras de un lado a otro. Se convirtieron en magníficos cabestros del rancho, desde temprana edad. Apolo, los días de viento fuerte,  lluviosos e inclementes, se iba a la puerta de la casa del rancho y se pasaba horas descansando en mi propia habitación, para levantarse al amanecer, obligándome a abrirle la puerta, no sin antes recorrer varias habitaciones, comiéndose algún que otro panecillo dejado sobre la mesa de la cocina. Catita no se sentía a gusto encerrada y la casa no le agradaba. El macho fue siempre muy comodón.

 

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