LA GACETILLA TAURINA 

 Nº  33 -  11 de Mayo 2006   (Textos originales del Dr. en veterinaria D. Juan José Zaldivar)

Diversos juegos taurómacos

                  

              A lo largo de la bimilinaria evolución del toreo se han dado las más curiosas variantes, algunas de las cuales tomaron cuerpo y se consolidaron, pero siempre acordes con un determinado medio  ecológico y de la mano del carácter de los hombres y el ganado bravo o silvestre, acorde con dicho medio, en los países que ofrecen espectáculos taurinos. Así, por ejemplo, en Francia, a principios del siglo XVIII, es decir, desde 1700 en adelante, coexistieron dos juegos taurinos, dos tipos de diversiones taurómacas, tal y como hoy  en la Provenza: la ferrade, en el que los toros son hostigados por  vaqueros expertos a caballo,  hasta que fatigados en extremo las reses, los jinetes se apean y  los tumbas cogiéndolos por los cuernos y la cola, y la corrida o brega de toros, en la que se trata de arrancar escarapelas coloreadas sujetas en los cuernos de los animales más furiosos. Este último espectáculo gozó  de gran favor, y un testigo de la época, M. Pierre Véran, cuenta que el (20-05-1805), más de diez  mil espectadores extranjeros asistieron a la fiesta brava ofrecida  en la  Plaza de Toros o anfiteatro de la  ciudad de Arlés, en el coso llamado del Mercado, con  ocasión de la inauguración del obelisco elevado en este sitio en honor del emperador Napoleón.

               “El ruedo –escribió el cronista Véran- estaba lleno  de jóvenes que sólo tenían como arma una varilla con la  que hostigaban a los toros, y un pañuelo de color rojo para atraerlos hacia ellos.” El empleo de este pañuelo es particularmente interesante; ya que es, en efecto, la primera vez que en una región donde los toreros españoles no se habían presentado aún, se hace mención de un señuelo de esas características. Se trataba, como se hacía muchos siglos antes, de encolerizar a los animales a como diera lugar, lanzándoles dardos, garapullos y azagayas de diversos tamaños y nombres, hasta dejarlos exánimes. En realidad se trataba de actos, protagonizados multitudinaria y verdaderamente bárbaros. Durante siglos, los ruedos estaban, especialmente en los festejos pueblerinos, al modo algarabías desenfrenadas, sembrados de personas de todas las edades, unos correteando a los animales, otros maltratándolos de las más diversas formas y provocándolos incesantemente y los más en posición de saltar al olivo para evitar cornadas. Las corridas eran todo menos espectáculos serios.

               Tal y como en las corridas landesas (*), se otorgaban premios a los campeones que arrancaban las escarapelas. Consistieron aquella tarde en “dos tazas de plata, que fueron distribuidas, al son de sendas piezas de música, por el prefecto a los dos de ellos que consiguieron quitarlas.” Todavía se distribuían premios del mismo género, como da fe el curioso programa –el más antiguo que se conoce- de una corrida que tuvo lugar en Tarascón el (20-07-1834). El mismo anunciaba que “habrá dos premios:  el primero, un reloj; el segundo, una bolsa con diez francos.” Veinte años más tardes, es decir, en 1854, las escarapelas fueron primadas, y el importe de la prima concedida al que le quite la escarapela era de 50 francos (Arlés, julio de 1853). En 1863, se encuentran –siempre en Arlés- un primer ensayo de reglamentación de escarapelas: deben ser arrancadas a tres metros, por lo menos, de la barrera.

(*) Algunos toreros landeses intentaron algunas veces realizar el toreo “a la española” y siempre se desilusionaron ante sus desconocimientos. Tal fue el caso de Paul Aramis, torero francés muy conocido y acreditado en corridas landesas, que llegó a torear “a la española”, presentándose en la madrileña Plaza de Toros de Tetuán de las Victorias el (28-06-1907). Mostró conocimientos en el toreo de capa, pero ignorancia e incapacidad en las demás suertes, no volviendo a torear en España.

               El desorden en las plazas era tal que, por ejemplo, durante el siglo XVI morían en los ruedos de España más de 200 improvisados toreadores cada año, la mayoría ebrios y alocadamente valientes, a veces sin otra finalidad que la de poner las manos sobre uno de los toros enloquecidos o en el mejor de los casos, tener el orgullo de haberlos agarrado por los cuernos. Tal cantidad de desgracias fue la razón por la que la Santa Sede prohibió entonces las corridas, sosteniéndose un declarado pulso entre Felipe II y el Vaticano. De poco   sirvieron las prohibiciones en aquellos años ni cuantas se promulgaron después. Y a Felipe II se le debe la idea de haber mandado colocar burladeros en las plazas para evitar tantas muertes

                        

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