LA GACETILLA TAURINA 

 Nº  40 -   29 de Junio 2006   (Textos originales del Dr. en veterinaria D. Juan J. Zaldivar)

 Presentía su temprana muerte


            De las incontables personas que vieron los corros que se hacían en el barrio madrileño de Pardiñas, y el personal que trabajaba en el edificio donde se editaba EL RUEDO, ubicado justamente en frente, ya no debe quedar nadie –ni siquiera el cronista Agustín Álvarez Toral, que fue uno de sus mentores, y luego apoderado suyo, habiéndole firmado la primera y la última novilladas que toreó en España-,  que recuerde al diestro Ángel Soria siendo un niño, toreando reses imaginarias. Era pequeño de estatura y gigante de corazón. Los reveses y las cinco grandes cornadas que tatuaron su cuerpo no hicieron mengua de sus arrestos, convirtiéndose en un extraordinario ejemplo de los sacrificios y desventuras de la ruda lucha por abrirse paso, de un novillero oscuro, pero lleno de ilusiones y ensueños, que terminó siendo una humilde víctima del toreo, del que no quedó más que el llanto de una madre rota de pena y el puñado de tierra que cubrió su cadáver.

             El joven torero Soria, que nos sirve de triste modelo humano, por su seriadas desgracias, no cuenta Álvarez Toral, que “se olvidó rápidamente su nombre y también aquel su anhelo romántico de triunfar.” La adversidad y el infortunio, como a muchos otros, le persiguieron siempre, hasta después de muerto. Merece ser recordado en un espacio mayor que una simple gacetilla, porque falleció tras presentir mucho tiempo antes que le iba a matar un toro, como así desgraciadamente sucedió en la Plaza de Las Arenas, primera en importancia  del Estado de Carabobo (Venezuela). La tragedia del novillero Ángel Soria fue horrenda.

             En la Plaza de Toros de Madrid toreó tres novilladas, y sin haber fracasado nunca, se le cerraron las puertas desde el (07-09-1941). Fue por entonces cuando quiso cumplir una ofrenda a la Virgen del Pilar de Zaragoza. Hizo a pie el recorrido de Madrid a Zaragoza,  en siete jornadas, y a poco de llegar a la ciudad de los Sitios contrajo una pulmonía que puso en peligro su vida. No obstante, el (08-12-1944) tuvo el consuelo de escuchar los aplausos de la Plaza de Madrid, en un festival; aquellos aplausos que él buscaba afanosamente. Aquel día toreó con el duque de Pinohermoso, Pepe Bienvenida, Manolete, Domingo Dominguín y Morenito de Talavera, alcanzando un buen éxito y cortando las orejas y el rabo de su novillo, únicos trofeos que se concedieron aquella tarde. Pero no volvió a salir  más en el coso de las Ventas. Su ilusión suprema de salir triunfante de la Plaza de Madrid se acabó al escapársele la vida, por el sombrío cornalón de la Valencia carabobeña.

             Para Ángel Soria, empero, no existía  más mundo que el de los toros. El (18-07-1947) reinauguró la Plaza de Vista Alegre, la tarde aquella que se lidió un hermoso encierro del conde de la Corte, con sus buenos trescientos kilos. Consiguió un franco éxito y cortó la primera oreja. Una vez más renacieron las ilusiones; pero por poco tiempo, ya que no volvió a torear en Carabanchel, la antesala de Madrid. Lo que ocurría con él era realmente inexplicable. Semejante incomprensión lo tenía al borde de la desesperación. Agustín Álvarez lo vio llorar más de una vez como un chiquillo. Desde entonces le cogían los toros todas las tardes. Aquello era un fenómeno repetido de cómo los toros sienten el estado anímico empobrecido de los toreros y se aprovechan de ello. Es como si los    estados anímicos del hombre y de la bestia se confundieran, originado una lidia abierta a la desgracia.

             Diferentes veces confesó a su apoderado que soñaba con que lo iba a matar un toro. Este autor se dormía soñando incontables veces desde niño que podía hablarle a los toros e irse andando hacia ellos hasta acariciarlos. En aquel estado de cosas optó por cruzar los mares, y fue a parar a Venezuela, donde toreó con éxito muchísimas corridas, siendo el ídolo de la afición de Valencia. El día de su debut en aquel país ultramarino recibió una grave cornada. Resultaba nuevamente inexplicable que era cogido todas las tardes que toreaba. Actuando en la Plaza de Toros de Caracas, el  (13-06-1948), un toro lo sacó de un burladero y  lo corneó horriblemente, sin otras consecuencias que un palizón. Aquella tarde fue cogido seis veces. Por cierto que la noche de tal  día se celebró una fiesta íntima en el domicilio de una conocida y acaudalada familia caraqueña, a  la que fueron invitados Ángel Soria y los miembros de su cuadrilla. Soria, triste, agobiado, como siempre, por una inquietante preocupación, estaba como anonadado y permanecía al margen de la algarabía. Sus compañeros y amigos le preguntaron qué le ocurría, y Ángel rompió a llorar y repuso:

            -A mi me tiene que matar un toro. Ya me cogen hasta dentro del burladero. Me van a matar, y sé que muy pronto va a ser eso… Estos presentimientos han sido  fenómenos muy repetidos en el toreo.

             La víspera de su mortal percance se hallaba presenciando una novillada desde el callejón. Uno de los novillos saltó la barrera y cayó sobre él, salvándose milagrosamente. Al día  siguiente, (18-07-1948), resultó cogido y zarandeado de manera impresionante por su primer toro, y al ser conducido a la enfermería se desasió de las asistencias y volviendo al ruedo mató bravamente al novillo.  Aquella tarde, dadas las pésimas condiciones del ganado criollo, no había estado muy afortunado, y una parte del público, olvidando las muchas veces que le habían aplaudido entusiásticamente a su arte, valentía y gallardía, le increpó, especialmente la Porra Taurina de Valencia. Salió el cuarto novillo, manso criollo, feo y descocido, llamado Pollopelón. Al sonar los clarines anunciando el tercio final, Soria empuñó muleta y espada, y preso de gran excitación, vivamente contrariado, se fue  al toro. Éste, al segundo muletazo, lo ensartó por el  muslo derecho, lo campaneó y lo lanzó  al aire. El  asta asesina le  partió la femoral, llegando a la ingle y al  peritoneo. Separado el toro de su presa, el pobre Soria de incorporó trabajosamente, dio unos pasos y se tambaleó, no llegando a caer al suelo porque lo recogieron a tiempo. Cuando era conducido a la enfermería, en brazos de Ginesillo, hijo del  banderillero Parrita y de los areneros, Soria, haciendo un supremo esfuerzo, volvió  su cara desencajada hacia el sector del público que le denostó injustamente, les gritó:       -¡Ahora ya no reventareis chillando!

             Como la enfermería no reunía las debidas condiciones -¡ayer como hoy, y siempre en las modestas y hasta  en  importantes Plazas!- lo trasladaron al hospital y le practicaron una intervención de urgencia. Los destrozos causados por el cuerno eran espantosos. Al otro día le amputaron la pierna herida, pero ya era tarde: la gangrena se había diseminado por la sangre, enseñoreándose en su cuerpo. El infeliz muchacho, tras de invocar a su madre, expiró cristianamente, junto a su  hermano, en un alarde escalofriante de serenidad y de valor ante la muerte. Las autoridades dispusieron que su cadáver fuera trasladado a Caracas, para sepultarlo en la Necrópolis General del Sur. Entonces se produjeron graves disturbios por cuanto que los aficionados de Valencia –para los que Ángel Soria era un ídolo y el símbolo cabal del torero macho y arrojado- se amotinaron y exigieron, en actitud amenazante, que tenía que ser enterrado en la capital de Carabobo.

             Ángel Soria falleció trágicamente lejos de los suyos y de su patria. Sus familiares quisieron tener sus restos en España. Recuérdese el comportamiento español con toreros americanos muertos aquí. Un rasgo merecedor sigue mereciendo con el paso de los años ser citado: don Emilio Fernández, apoderado del diestro Manolo González, organizó un festival taurino en la Real Maestranza de Caballería de Sevilla, que, a la par que piadosa expresión de la afición  española, permitió con los beneficios obtenidos, traer sus restos a la tierra que le vio nacer.

             Como quedó antes señalado, el infortunio se cebó en el desventurado novillero, hasta después de muerto. Sí. Porque incluso fue expoliado. Nos repele hablar de ello. Por los testimonios recogidos aquellos trágicos días se sabe que el rostro del desgraciado torero, en contraste con su habitual semblante, ofrecía una extraña expresión de inefable dulzura, y una leve sonrisa se le escapaba entre los dientes, que era como una terrible acusación, pero a la vez aquella expresión dejaba al descubierto que estaba satisfecho de haber muerto  así…

                                        

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casemo - 2004