En la larga ruta histórica de la Tauromaquia ni las más grandes e
innovadoras figuras del toreo se salvaron de la crítica severa, la
mayoría de las veces ajenas al conocimiento del carácter de los toros de
cada época. De todos es conocidos que el toreo tan vistoso y artístico
que disfrutamos en nuestros días, en el que su verdadero protagonista:
el TORO -es muchas veces una decepcionante caricatura del pasado-, es
fruto de una evolución iniciada a lo largo del siglo XIX, al final del
cual, tras conseguir algunos “sabios” ganaderos el toro bravo y noble
actual, cada día con menos resistencia física, apareció el toreo de
nuestros días, que en pocos años llevará a la desaparición el primer
tercio…
Aunque ya no haya “ni quien
se acuerde”, los toros del siglo XIX no permitían más que en muy pocas
ocasiones darles un par de muletazos sin moverse el diestro, actitud o
forma de torear que nada les importaba a los aficionados de entonces, y
menos en siglos anteriores, porque sus gustos estaban orientados hacia
un espectáculo verdaderamente bárbaro. El toreo fue una lucha constante
y para defenderse y esquivar las acometidas de los toros había que
tener, además de una gran agilidad –a principios del XX, Juan Belmonte,
temporadas hubo en que tenía mínimas facultades físicas-, muchos
conocimientos del carácter de las reses, y una gran capacidad para
vencer las situaciones más difíciles, de la que carecen todos los
matadores de nuestros días…
Esa es la razón por la que
en las plazas españolas importantes los aficionados rechazaban el toreo
de Francisco Arjona Herrera (Cúchares) o, por contrario era un
ídolo entre los públicos menos exigentes, pues en la mayoría de los
casos, apreciaban las ventajas ilícitas –los impresionantes y certeros
golletazos- que utilizaba, que tanto desagradaban a los primeros.
Analicemos unos ejemplos de ambas actitudes:
En la Plaza de Toros de
Bilbao, en la temporada veraniega de 1858, Cúchares trató de
burlarse de uno de sus enemigos descalzándose y dándole con el zapato en
el hocico, y embozándose, lo cual fue estrepitosamente aplaudido;
reacción que tuvo mucho que ver con el carácter natural “de arrebato” de
los aficionados vascos. En Madrid el mismo año: El toreo que realizó el
Curro Cúchares no lo entendieron los aficionados exigentes, pues
sólo cuajó a buen tiempo los quites y el arrimarse.
En la temporada de 1859 en
la Plaza de Toros de San Sebastián, le aconsejaron a Cúchares
“que cuando arrancara el toro diera orden a los muchachos de su
cuadrilla que no metieran tan pronto los capotes, sino que primero se
diera el encontronazo con los de a caballo.” Un año después apareció en
la Prensa un duro comentario: «Hace unos veinte o veintidós años
apareció un torero que después ha gozado de mucha fama, Francisco Arjona
(Cúchares), quien, si la definición del toreo fuera ejecutar
divertimientos con los toros, sin riesgo ninguno de la persona, preciso
es confesar que lo ha conseguido a las mil maravillas. Nada de cuanto
habíamos visto practicar a los diestros antiguos constituía el toreo de
Cúchares: ni modo de pasar a los toros, ni el modo de matarlo, ni
sus lances de capa se parecían a los antiguo, a lo tradicional, y hasta
el no ser cogido nunca era una diversidad de lo acaecido hasta entonces.
Un dictamen similar se produjo en la Plaza de Toros de Zaragoza en la
temporada de 1861: «Cúchares, con su escuela consabida, hecho un
comercial con sólo la idea de apuntar corridas en su cuenta corriente.»
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La realidad fue que, “a su
estilo”, era muy difícil que no dominara a todos los toros por muy
difíciles que se presentaran… y eso terminaba por enfadar a muchos
aficionados, a los que no querían entender que para Cúchares lo
importante era matar a los toros a como diese lugar, especializándose en
los citados golletazos. Pero en 1859 se quejaba El Enano,
diciendo: «Cúchares y sus hermanos han adoptado un toreo de
muleta al natural con la derecha y cambiados, que vuelve tontos a los
toros y los matan como quieren.» La importancia de esta innovación
consiste, no tanto en dar al toreo de muleta nuevas suertes que en el
futuro han de constituir variedad artística e innumerable de pases,
sino, como José Delgado (Pepe-Hillo), junto a Pedro Romero,
afirmar la posibilidad de un toreo que sustantiva cada lance sin
someterlo a la finalidad obsesionante de la muerte del toro. Eso era
todo y en nada se parece al toreo de nuestros días.
“Y ni quién se acuerde…”
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